por Rodrigo Fernández-Carvajal
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Tomado de Revista Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año 1, Número 1
Hace cuatro siglos éramos los españoles figurantes en el teatro del mundo. Sobre los consabidos escenarios de Europa, o sobre los nuevos y maravillosos de América, el hombre español agitaba los brazos en grandes gestos imperiosos, hablaba con sentido, mostraba una personalidad capaz de gobernar a toda la farsa. Luego el traspunte lo llamó entre bastidores, donde descansa desde muchos años, pero el eco de las palabras que dijo subsiste en el aire y probablemente se venga a enlazar con una nueva reaparición en el acto humano que ahora comienza. El antiguo papel está seguramente trasnochado, como para dicho con espadón y golilla, y es necesario contrastarlo cuanto antes con la realidad del mundo actual y tenerlo listo y bien sabido para el gran momento.
¿Qué peculiaridades profundas tendrá este papel español, bajo las formas transitorias y ocasionales que haya dejado en él cada época? La respuesta total a esta pregunta nos daría nada menos que la cifra de la Hispanidad, el por qué de esa eficacia histórica a la que todos intuimos destinada la estirpe española. Sin pretender formular esta respuesta en su amplitud, voy a intentar esclarecer alguno de sus aledaños.
La Hispanidad es, ante todo, una perduración en el mundo actual del espíritu de la Edad Media. El mundo moderno exterior a la Hispanidad es una estatua moldeada a dos manos por el Renacimiento y la Reforma, y las huellas de estos artífices se notan por doquiera, tan acusadamente, a veces, que la arcilla se quiebra y reduce a polvo.
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