por Patricio Borobio
Tomado de Arbil
Si Ella es Madre de todos los hombres, éstos son hermanos entre sí.
Eran las cuatro y media de la madrugada -noche oscura todavía cuando en la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza, comenzaba la Misa de Infantes. Ya, entonces se encontraba el amplísimo templo catedralicio totalmente abarrotado de fieles.
Así estaría en todos los instantes de ese doce de octubre. Y ahí oraba el pueblo y cantaba a la Virgen "abrazado a su Pilar".
Ese Pilar que simboliza la firmeza en la fe y que es guía en el camino. Rememora aquella columna que conducía, de noche y de día, en el desierto al pueblo de Israel.
Data el Pilar de los albores de nuestra era, de cuando -según la tradición- la Virgen María estuvo presente en Carne mortal, junto al Apóstol Santiago, ahí, en esa misma orilla del Ebro.
Este río da nombre a la península. Este hecho hace cristianos a los hispanos, lo que determina, ya una característica esencial de su ser. Estamos ante un momento bautismal. Y ante el inicio de una nueva etapa de la Historia.
Más tarde, durante el largo período de la Reconquista, es cuando, para Sánchez Albornoz, se fraguan los rasgos fundamentales de la personalidad del homo hispanicus.
Y éstos, evidentemente, vienen determinados por los dos grandes principios que le impelen a la acción: un ideal patriótico (recuperar la tierra perdida, la patria arrebatada) y un ideal religioso (defender con la vida la fe en peligro).
Mas, a la vez, por coincidencia en esas claves y en el solar de sus comunes raíces, se va formando, entre los cristianos peninsulares, la conciencia de un destino unitario -primera condición para realizar una empresa superior-.
Por eso, los diversos pueblos, condados y reinos se integran en las dos grandes Coronas de Castilla y de Aragón (que se corresponden, respectivamente, con los dos arranques de la Reconquista, de Covadonga y de San Juan de la Peña) y, después, estas Coronas se juntan, dando origen así a la España unida.
Aparece el primer Estado moderno. Termina, el secular rescate de la patria; ya es España de los españoles.
Pero éstos necesitan proyectar a otros Mundos el vigor acumulado en tantos siglos de esfuerzos denodados. Con palabras de Ortega: la unidad se hace para lanzar la. energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio aún más amplio.
En ese momento Aragón ya está extendido por todo el Mediterráneo e incluso allende el Pirineo. Pero sólo unido con Castilla, en la superior síntesis nacional de España, es ésta capaz de proyectarse al orbe y de recoger la antorcha de la civilización que, siguiendo el sentido del sol, le ofrece el destino y con la que ya han iluminado la Historia las otras dos grandes penínsulas mediterráneas: Grecia y Roma.
Pero España no se contenta con las tierras y los mares. Poseedora de un descomunal coraje, quiere ser protagonista de la mayor epopeya de los siglos.
Salta a nuevos mundos que descubre y a los que lleva su sello, su lengua, su cultura, su fe; esa fe traída de Oriente, plantada una lejana noche de invierno en el Pilar y que va rebrotando en una fulgurante constelación de santuarios marianos, en España, en las nuevas Españas, en la Hispanidad entera.
Y es que el llamado por Américo Castro espíritu divinal es móvil primordial de la gesta hispana en América y, en consecuencia, llega a trascender a los principios de las Leyes de Indias.
Ofrecen ahora los españoles al Nuevo Continente las formas jurídicas y políticas que previamente habían creado en la península.
Y también practican allí lo que antes habían aprendido en su propio solar: la asimilación de otras culturas, el mantenimiento de la variedad de las particularidades, pero ensamblándolas en un todo esencial; incluso se unen realmente a los indígenas, quedando varias razas fundidas en una sola sangre.
En fin, ya está la misma patria a ambas orillas del océano; ya la misma Corona. Así convierten los españoles el Atlántico, hasta ahora desconocido, en el nuevo Mare Nostrum, el antiguo finis terrae ibérico pasa a ser el meridiano central de la Tierra.
En el océano recién descubierto, pero así mismo en el Pacífico y en todos los mares deja España su estela. Circunvala el Orbe, lo abraza.
Pero su acción no sólo se derrama físicamente a lo ancho de la superficie terráquea sino que se adentra en todos los conceptos universales trascendentes: crea en sus Universidades el Derecho Internacional, defiende en Trento la unidad del género humano, penetra con sus clásicos en la entraña del hombre, asciende con sus místicos a las más altas moradas.
Y así conocen, viven y propagan los hispanos de la edad dorada, esta fundamental idea: Tiene la humanidad una sustancial unidad. Comprenden de manera natural esa verdad sobrenatural, porque viven entrañablemente su filiación con la Virgen María y saben que si Ella es Madre de todos los hombres, éstos son hermanos entre sí. Luego, la esencia de lo hispánico tiende a disolverse.
Surgen ideologías señalando equívocos caminos. Sin embargo, un camino seguro que llega a su destino sigue siendo el marcado por el Pilar ("faro esplendente", se canta en su himno).
Por algo ese Pilar, además, está plantado (arriba, a su izquierda) en el lugar del corazón de España
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