por Gonzalo Fernández de la Mora
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Miedo es la inquietud que se siente ante la representación de un mal. El pánico no es su forma suprema; es una emoción cualitativamente distinta porque está suscitada por un mal inminente que provoca bloqueo e inacción.
El mal presente produce dolor; pero en el miedo hay anticipación, presunción de un mal que todavía es virtual, imaginativo, sólo mental.
Se teme no lo que es en acto, sino en potencia. Parece absurdo un sentimiento penoso cuyo fundamento, aunque posible, es irreal; pero es una emoción orientadora y fértil, aunque no exclusiva de la especie humana.
El hombre es un ser asustado. Mucho antes del uso de razón, se siente dominado por un genérico miedo al dolor y a la soledad. El maduro enfrentamiento con la realidad suscita otros miedos: al mercado de bienes necesarios o suntuarios, a la competencia o agresividad del prójimo, y a la muerte. Estos temores son esenciales para la existencia humana; su ausencia es gravemente desestimulante y, en definitiva, letal porque vivir es permanecer en estado de alarma.Sin el miedo a la soledad, el niño no podría sobrevivir, porque únicamente puede perdurar al abrigo de otros, sobre todo del maternal. En los primeros años, aislarse sería suicidarse. El infantil miedo a perderse viene exigido por su menesterosidad natural. Es un temor imprescindible y eficaz. No es un absurdo, es un imperativo de racionalidad obvia.
La sociabilidad del adulto es difícilmente separable del miedo a la soledad. Se busca al amigo, al vecino, al colaborador, y también al amante, aunque en este último caso presione, además, el instinto genésico. Estar sólo es una carencia que atemoriza. Superarla es posibilitar la continuidad de la especie, el trabajo, la solidaridad, el amor y el progreso. El miedo a la reclusión robinsónica es un dinamismo radical.
Vivir es consumir, necesitar bienes. El adulto ha de cuidar de sí mismo, ha de prever y proveer. El temor a la menesterosidad mueve a formarse y a producir. La fabulosa hipótesis de Jauja no es otra cosa que la eliminación ideal de todo miedo a la pobreza. Tal lugar no existe. Innumerables necesidades en potencia son el estímulo del esfuerzo humano. Sin miedo a la indigencia se desaceleraría la Historia hasta aproximarse a la entropía social máxima.
Se teme a la inseguridad física y a la incertidumbre de la propiedad que imperan entre irracionales, la impropiamente llamada ley de la selva, que es simple anomia. Y ese temor mueve a configurar las sociedades políticas o a integrarse en ellas. La ciudadanía no suprime el miedo, sino que lo transforma y sublima: el miedo universal e indeterminado es sustituido por el concreto y previsible a los usos y normas penales. Una vez constituido el Estado, su fundamento real es la amenaza de coacción legítima. Cualquier otra interpretación es utópica. La fuerza de las leyes es proporcional a su capacidad ejecutiva real. No otra es la situación en ámbitos superiores: el relativo orden internacional es o hegemonía de una superpotencia o amenaza disuasoria de otras. Es, en definitiva, la consecuencia de miedos colectivos. En todas sus formas, el Derecho entraña coacción, y se volatiliza cuando deja de inspirar temor. La convivencia pacífica es compatibilización de los intereses individuales en función de normas constrictivas. Sin intimidación que amedrenta no hay Estado.
La seguridad colectiva es fruto del miedo.
La sociedad política subsume los plurales miedos al otro en el miedo al soberano y sus agentes. Se reglamenta la resolución de las pretensiones contrapuestas y, a veces, excluyentes. La guerra de todos contra todos se limita. El otro ya no es un agresor, sino un concurrente. Ese salto convivencial es consecuencia del miedo. Poco a poco se van ampliando los ámbitos de solidaridad: de la inaccesible cueva al recinto castreño, de ahí a la ciudad amurallada, luego al Estado y, finalmente, a la ecumene. Se ritualiza la lucha darwinista, se renuncia a la ley personal del físicamente más fuerte. Ese repliegue nace del miedo de los más débiles y del miedo del poderoso a la coalición de los demás. La especie multiplica sus posibilidades de avance cuando el otro deja de ser un enemigo mortal. El miedo a ese terrible escenario resulta pacificador. La racionalización del temor es lo que denominamos paz.
El nervio de la convivencia institucionalizada es el miedo a la ley. En las sociedades imperfectas, que lo son todas, se añade el desasosiego ante las facultades discreccionales del gobernante que arbitrariamente favorece o posterga. El aspirante a participar en el poder ha de observar sin pausa los gestos del soberano para atenerse a ellos, temeroso de caer en su desgracia.
El simple súbdito ha de optar entre el consenso dócil o la disidencia al precio del ostracismo, quizás temporal, pero la mayoría de los discrepantes tampoco se libra del temor a desagradar a su líder de la oposición. No hay disciplina partidista sin amenaza. Es imposible escapar a la coacción de la ley, y es muy dificil liberarse del temor político, incluso en los regímenes menos despóticos. Pese a las retóricas populistas, los goznes axiales de la cosa pública son el gendarme y el recaudador, y su máquina oscila entre el pavor y el temor. No es una sinrazón porque, como quintaesencia el refranero, el miedo guarda la viña.
El temor a la insatisfacción es el resorte de la invención creadora, utilitaria en muchos, autorrealizadora en algunos. Muchos descubrimientos son producto de miedos a insatisfacciones o a frustraciones. En un paraíso ultraterreno donde no exista el miedo no hay lugar para la investigación ni pura ni aplicada. En el mundo se sabe porque se teme.
Y el miedo a la muerte obliga a planificar una existencia limitada y, sobre todo, mueve a la religiosidad y a la adquisición de méritos para otro mundo. Los inmortales no han de esforzarse en ser buenos: ni los bienaventurados ni los proscritos mejoran o empeoran éticamente. El miedo a la muerte es un poderoso factor de moralización y de ordenación de las existencias individuales. Dios es independiente de las emociones humanas, pero los hombres le temen. Ese sentimiento ha sido uno de los más fecundos de la Historia.
El terrorismo es la explotación maligna del miedo; es estéril porque nace del rencor y de la venganza; es inhumano por su zoológica crueldad; es involutivo porque sólo es demoledor; es demencia, pasión y nihilismo.
Hay en el hombre algo de gacela pávida y, por tanto, en vigilia y riesgo. Pero los temores humanos no suelen ser sólo vías de supervivencia, son también motores de progresiva racionalización. Los desazonantes miedos azuzan al logos. Así es el "homo sapiens", aunque quepa concebir otro subjetivamente mejor.
Tomado de Razón Española
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