por Louis de Wöhl
La tolerancia no es ninguna virtud. En el mejor de los casos es una debilidad amable. Y es muy típico de la confusión de ideas de nuestra época el que para muchos sea una virtud y que creamos alabar a una persona tachándola de tolerante.
Tolerancia significa consentimiento. Y consentir algo significa aceptarlo o permitirlo aunque uno no esté de acuerdo con ello. Es un concepto totalmente pasivo, y con demasiada frecuencia sirve de tapadera para los verdaderos motivos por los que se consiente: indiferencia y cobardía. Federico II de Prusia fue un hombre tolerante cuando se trataba de cuestiones religiosas. «Cada persona debe alcanzar la vida eterna a su manera», fue su famosa frase. Era ateo, la religión no significaba nada para él y por eso le era totalmente indiferente la fe que pudiera profesar su pueblo. Cuando una cuestión no le resultaba indiferente, tampoco era tolerante. La tolerancia es en el fondo la forma más inferior de colaboración. Y está claro que, precisamente por eso, nos impone una responsabilidad personal, pues en definitiva lo que toleramos es lo que consentimos.
Quien tolera el mal se hace cómplice. Puede demostrarse claramente que la tolerancia no puede ser una virtud, porque no existe ninguna virtud que contradiga básicamente la esencia de otra virtud. El sentido del ahorro y la generosidad sólo son contrastes aparentes y pueden muy bien ir juntos. La verdad, en cambio, es esencialmente intolerante. La verdad protesta contra todos los demás resultados de esta suma: dos y dos son cuatro. Sólo acepta cuatro; y tampoco admite que el cinco sea número par. A esto hay que añadir que él concepto de tolerancia lleva implícita además cierta dosis de arrogancia. Tolero la proximidad de otra persona -¡qué despectivo por mi parte!-. Tolero el ruido que hacen los niños al jugar. ¿Por qué? Porque los pequeños deben divertirse, ¡uno también ha sido joven!
No hay que confundir la tolerancia ni el consentimiento, con la paciencia que nace del amor; la simple tolerancia carece de amor por su propia naturaleza. La tolerancia, en el mejor de los casos, es hermanastra de la paciencia, no tiene nada en absoluto que ver con el amor; sin embargo, navega casi siempre o con mucha frecuencia bajo esa bandera. El amor y la paciencia, llamados erróneamente tolerancia, no toleran la maldad, lo torcido, por indiferencia, sino que están dirigidos hacia el prójimo, respetando la libertad de su conciencia incluso cuando hace algo que es en sí erróneo o malo, lo mismo que el Señor deja crecer las malas hierbas hasta el momento de la cosecha, para evitar que al quitar la cizaña pueda arrancarse también el fruto bueno (Mateo, 13, 28-30).
No estoy defendiendo precisamente la intolerancia en sí. Lo contrario de un chichón en la frente es un agujero en la frente; ¡tampoco es agradable!
Tolerancia significa consentimiento. Y consentir algo significa aceptarlo o permitirlo aunque uno no esté de acuerdo con ello. Es un concepto totalmente pasivo, y con demasiada frecuencia sirve de tapadera para los verdaderos motivos por los que se consiente: indiferencia y cobardía. Federico II de Prusia fue un hombre tolerante cuando se trataba de cuestiones religiosas. «Cada persona debe alcanzar la vida eterna a su manera», fue su famosa frase. Era ateo, la religión no significaba nada para él y por eso le era totalmente indiferente la fe que pudiera profesar su pueblo. Cuando una cuestión no le resultaba indiferente, tampoco era tolerante. La tolerancia es en el fondo la forma más inferior de colaboración. Y está claro que, precisamente por eso, nos impone una responsabilidad personal, pues en definitiva lo que toleramos es lo que consentimos.
Quien tolera el mal se hace cómplice. Puede demostrarse claramente que la tolerancia no puede ser una virtud, porque no existe ninguna virtud que contradiga básicamente la esencia de otra virtud. El sentido del ahorro y la generosidad sólo son contrastes aparentes y pueden muy bien ir juntos. La verdad, en cambio, es esencialmente intolerante. La verdad protesta contra todos los demás resultados de esta suma: dos y dos son cuatro. Sólo acepta cuatro; y tampoco admite que el cinco sea número par. A esto hay que añadir que él concepto de tolerancia lleva implícita además cierta dosis de arrogancia. Tolero la proximidad de otra persona -¡qué despectivo por mi parte!-. Tolero el ruido que hacen los niños al jugar. ¿Por qué? Porque los pequeños deben divertirse, ¡uno también ha sido joven!
No hay que confundir la tolerancia ni el consentimiento, con la paciencia que nace del amor; la simple tolerancia carece de amor por su propia naturaleza. La tolerancia, en el mejor de los casos, es hermanastra de la paciencia, no tiene nada en absoluto que ver con el amor; sin embargo, navega casi siempre o con mucha frecuencia bajo esa bandera. El amor y la paciencia, llamados erróneamente tolerancia, no toleran la maldad, lo torcido, por indiferencia, sino que están dirigidos hacia el prójimo, respetando la libertad de su conciencia incluso cuando hace algo que es en sí erróneo o malo, lo mismo que el Señor deja crecer las malas hierbas hasta el momento de la cosecha, para evitar que al quitar la cizaña pueda arrancarse también el fruto bueno (Mateo, 13, 28-30).
No estoy defendiendo precisamente la intolerancia en sí. Lo contrario de un chichón en la frente es un agujero en la frente; ¡tampoco es agradable!
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