por Gilbert K. Chesterton
Muchos recordarán, sin duda, por los cuentos escolares leídos en la niñez, que en la batalla de Hastings, Taillefer el Juglar marchaba al frente del ejército cantando la Canción de Rolando. Naturalmente, eran relatos de tipo victoriano, que pasaban por encima del Imperio Romano y las Cruzadas, de camino a cosas más serias, tales como la genealogía de Jorge I o la administración de Addington. Pero esa imagen se destacó en la imaginación como algo vivo en medio de la muerte; como encontrar un rostro conocido en un tapiz descolorido.
La canción que cantaba, es de presumir que no era la misma épica, ruda y noble que el mayor Scott Montcrieff tradujo íntegramente, prestando un sólido e histórico servicio a las letras. El juglar debió, por lo menos, seleccionar extractos o pasajes favoritos, o de lo contrario las batallas debieron retrasarse muchísimo. Pero el relato tiene la misma moraleja que la traducción, pues ambos comparten la misma inspiración. El valor de la narración reside en que sugiere a la mente infantil, a pesar de todos los efectos mortecinos de la distancia y la indiferencia, que un hombre no hace tal ademán con un espada a menos que sienta algo y que un hombre no canta a menos que tenga algo de qué cantar. La avaricia y el apetito por ciertas tierras feudales no inspira tal canto de juglaría.
En suma, el valor del relato reside en que deja traslucir que existe un corazón en la historia, aunque sea remota. Y el valor de la traducción reside en que, si debemos aprender historia, debemos aprenderla de memoria y de corazón. Debemos aprenderla en su totalidad y en detalle, deteniéndonos en espacios casuales de la obra contemporánea por amor al detalle. Y hasta podríamos decir que por amor a su mismo pesadez. Incluso un lector desordenado como yo, que sólo penetra aquí y allá en esas cosas, mientras sean realmente cosas de la época, a menudo llega a aprender más de ellas que de los más cuidadosos digestos constitucionales o sumarios políticos hechos por hombres más cultos que uno mismo. Un hombre moderno, conocedor de la historia moderna, puede encontrar allí cosas que no espera.
Aquí tengo espacio sólo para un ejemplo, uno de los tantos que podría citar para demostrar lo que quiero decir. La mayoría de las historias seleccionadas le dicen al joven estudiante algo de lo que fue el feudalismo en lo que respecta a la forma legal y las costumbres; que los subordinados se llamaban vasallos, que rendían homenaje y demás. Pero esas historias lo relatan de modo tal que sugieren una obediencia feroz y reticente; como si el vasallo no fuera más que un siervo. Lo que no se sugiere es que el homenaje era realmente un homenaje; algo digno de un hombre. El primer sentimiento feudal tenía algo de ideal y hasta de impersonal, como el patriotismo. Aún no habían nacido las naciones y aquellos pequeños grupos tenían casi el alma de naciones. Los lectores hallarán la palabra «vasallaje» usada repetidamente con un tono que no es sólo heroico sino también arrogante. El vasallo está, evidentemente, tan orgulloso de ser un vasallo como cualquiera podría estarlo de ser un caballero. En realidad, el poeta feudal usa la palabra «vasallaje» donde un poeta moderno usaría la palabra «caballería». Los Paladinos atacando el Paynim se ven atenaceados por el vasallaje. El arzobispo Turpin acuchilla al jefe musulmán costilla a costilla; y los cristianos, contemplando su triunfo, lanzan gritos de orgullo porque ha demostrado bravo vasallaje; y porque con tal arzobispo la cruz está a salvo. No había objeciones conscientes en su cristianismo.
Ésta es una clase de verdad que la literatura histórica debiera hacernos sentir; pero que las simples historias muy raramente lo logran. El ejemplo que di, del juglar de Hastings, es una complejidad de curiosas verdades que podrían ser transmitidas, y lo son muy pocas veces. Podríamos haber aprendido, por ejemplo, qué era un juglar, y de este modo habríamos comprendido que éste, en particular, pudo haber tenido sentimientos tan profundos y fantásticos como los del juglar celebrado en el poema del siglo XX, que murió gloriosamente mientras bailaba y hacía acrobacia frente a la imagen de Nuestra Señora; que pertenecía al gremio que tomó como tipo la alegría mística de san Francisco de Asís, quien llamó a sus monjes «juglares de Dios».
Un hombre debe leer por lo menos algunas obras contemporáneas antes de encontrar de este modo el corazón humano dentro de la armadura y de la toga monástica; los hombres que escriben la filosofía de la historia pocas veces nos presentan la filosofía de los personajes históricos y, mucho menos, su religión. Y el ejemplo final de esto es algo que también está ilustrado por el oscuro trovador que arrojó su espada mientras cantaba la Canción de Rolando, así como también arrojó la Canción misma. La historia moderna, puramente etnológica o económica, siempre habla de la aventura normanda en el lenguaje algo vulgar del éxito, pero es dable notar, en la verdadera historia normanda, que el bardo al frente de la línea de batalla gritaba la glorificación de la derrota. Esto atestigua la verdad, en el corazón mismo de la cristiandad, de que aun el poeta de la corte de Guillermo el Conquistador celebra a Rolando, el conquistado.
Esta alta nota de esperanza abandonada, de una hueste acosada y una batalla contra males sin fin, es la nota en la que finaliza el canto épico francés. No conozco nada tan conmovedor en poesía como este final extraño e inesperado; esa espléndida conclusión que no concluye nada. Carlomagno, el gran emperador cristiano, finalmente ha pacificado su imperio, ha hecho justicia casi como se haría el día del Juicio Final, y duerme en su trono en una paz semejante a la del Paraíso. Y allí se le aparece el ángel de Dios proclamando que se necesitan sus armas en una tierra nueva y distante, y que debe retomar otra vez la marcha interminable de sus días. Y el gran rey se mesa su larga barba y llora contra la inseguridad de la vida inquieta. El poema termina con una visión de guerra contra los bárbaros; una visión muy real. Pues nunca ha cesado esa guerra que defiende la salud del mundo contra todas las anarquías inflexibles y las negaciones que desunen y braman sin cesar contra ésa salud. Esa guerra no terminará jamás en este mundo; y el pasto ha crecido apenas sobre las tumbas de nuestros amigos que perecieron en ella.
La canción que cantaba, es de presumir que no era la misma épica, ruda y noble que el mayor Scott Montcrieff tradujo íntegramente, prestando un sólido e histórico servicio a las letras. El juglar debió, por lo menos, seleccionar extractos o pasajes favoritos, o de lo contrario las batallas debieron retrasarse muchísimo. Pero el relato tiene la misma moraleja que la traducción, pues ambos comparten la misma inspiración. El valor de la narración reside en que sugiere a la mente infantil, a pesar de todos los efectos mortecinos de la distancia y la indiferencia, que un hombre no hace tal ademán con un espada a menos que sienta algo y que un hombre no canta a menos que tenga algo de qué cantar. La avaricia y el apetito por ciertas tierras feudales no inspira tal canto de juglaría.
En suma, el valor del relato reside en que deja traslucir que existe un corazón en la historia, aunque sea remota. Y el valor de la traducción reside en que, si debemos aprender historia, debemos aprenderla de memoria y de corazón. Debemos aprenderla en su totalidad y en detalle, deteniéndonos en espacios casuales de la obra contemporánea por amor al detalle. Y hasta podríamos decir que por amor a su mismo pesadez. Incluso un lector desordenado como yo, que sólo penetra aquí y allá en esas cosas, mientras sean realmente cosas de la época, a menudo llega a aprender más de ellas que de los más cuidadosos digestos constitucionales o sumarios políticos hechos por hombres más cultos que uno mismo. Un hombre moderno, conocedor de la historia moderna, puede encontrar allí cosas que no espera.
Aquí tengo espacio sólo para un ejemplo, uno de los tantos que podría citar para demostrar lo que quiero decir. La mayoría de las historias seleccionadas le dicen al joven estudiante algo de lo que fue el feudalismo en lo que respecta a la forma legal y las costumbres; que los subordinados se llamaban vasallos, que rendían homenaje y demás. Pero esas historias lo relatan de modo tal que sugieren una obediencia feroz y reticente; como si el vasallo no fuera más que un siervo. Lo que no se sugiere es que el homenaje era realmente un homenaje; algo digno de un hombre. El primer sentimiento feudal tenía algo de ideal y hasta de impersonal, como el patriotismo. Aún no habían nacido las naciones y aquellos pequeños grupos tenían casi el alma de naciones. Los lectores hallarán la palabra «vasallaje» usada repetidamente con un tono que no es sólo heroico sino también arrogante. El vasallo está, evidentemente, tan orgulloso de ser un vasallo como cualquiera podría estarlo de ser un caballero. En realidad, el poeta feudal usa la palabra «vasallaje» donde un poeta moderno usaría la palabra «caballería». Los Paladinos atacando el Paynim se ven atenaceados por el vasallaje. El arzobispo Turpin acuchilla al jefe musulmán costilla a costilla; y los cristianos, contemplando su triunfo, lanzan gritos de orgullo porque ha demostrado bravo vasallaje; y porque con tal arzobispo la cruz está a salvo. No había objeciones conscientes en su cristianismo.
Ésta es una clase de verdad que la literatura histórica debiera hacernos sentir; pero que las simples historias muy raramente lo logran. El ejemplo que di, del juglar de Hastings, es una complejidad de curiosas verdades que podrían ser transmitidas, y lo son muy pocas veces. Podríamos haber aprendido, por ejemplo, qué era un juglar, y de este modo habríamos comprendido que éste, en particular, pudo haber tenido sentimientos tan profundos y fantásticos como los del juglar celebrado en el poema del siglo XX, que murió gloriosamente mientras bailaba y hacía acrobacia frente a la imagen de Nuestra Señora; que pertenecía al gremio que tomó como tipo la alegría mística de san Francisco de Asís, quien llamó a sus monjes «juglares de Dios».
Un hombre debe leer por lo menos algunas obras contemporáneas antes de encontrar de este modo el corazón humano dentro de la armadura y de la toga monástica; los hombres que escriben la filosofía de la historia pocas veces nos presentan la filosofía de los personajes históricos y, mucho menos, su religión. Y el ejemplo final de esto es algo que también está ilustrado por el oscuro trovador que arrojó su espada mientras cantaba la Canción de Rolando, así como también arrojó la Canción misma. La historia moderna, puramente etnológica o económica, siempre habla de la aventura normanda en el lenguaje algo vulgar del éxito, pero es dable notar, en la verdadera historia normanda, que el bardo al frente de la línea de batalla gritaba la glorificación de la derrota. Esto atestigua la verdad, en el corazón mismo de la cristiandad, de que aun el poeta de la corte de Guillermo el Conquistador celebra a Rolando, el conquistado.
Esta alta nota de esperanza abandonada, de una hueste acosada y una batalla contra males sin fin, es la nota en la que finaliza el canto épico francés. No conozco nada tan conmovedor en poesía como este final extraño e inesperado; esa espléndida conclusión que no concluye nada. Carlomagno, el gran emperador cristiano, finalmente ha pacificado su imperio, ha hecho justicia casi como se haría el día del Juicio Final, y duerme en su trono en una paz semejante a la del Paraíso. Y allí se le aparece el ángel de Dios proclamando que se necesitan sus armas en una tierra nueva y distante, y que debe retomar otra vez la marcha interminable de sus días. Y el gran rey se mesa su larga barba y llora contra la inseguridad de la vida inquieta. El poema termina con una visión de guerra contra los bárbaros; una visión muy real. Pues nunca ha cesado esa guerra que defiende la salud del mundo contra todas las anarquías inflexibles y las negaciones que desunen y braman sin cesar contra ésa salud. Esa guerra no terminará jamás en este mundo; y el pasto ha crecido apenas sobre las tumbas de nuestros amigos que perecieron en ella.
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