por Juan Manuel de Prada
Siempre he mirado con desconfianza la connivencia del poder político con la religión. En primer lugar, porque empaña las creencias de una equívoca connotación ideológica; en segundo, porque el poder político siempre trata de sacar tajada de dicha connivencia, exigiendo a cambio de determinadas concesiones una adhesión lacayuna de las jerarquías eclesiásticas.
Por lo demás, la experiencia demuestra que la hostilidad del poder político es el humus fecundo que favorece el aquilatamiento de las convicciones religiosas: probablemente, la religión cristiana no se habría propagado con la pujanza que lo hizo si Roma no hubiese dictaminado su exterminio. No participo, pues, de ese desaliento que parece haberse apoderado de una mayoría de los católicos españoles en los últimos meses, después de que la nueva facción gobernante haya multiplicado sus gestos de displicencia, desdén o declarada beligerancia hacia la religión que nos sirve de sustento.
Por el contrario, creo que la coyuntura no puede ser más estimulante, pues nos incita a espantar la camastronería con que habitualmente vivimos nuestra fe. Jesús ya nos anticipó que nos perseguirían en su nombre: «Os entregarán a los sanedrines, y en las sinagogas seréis azotados, y compareceréis ante los gobernadores y los reyes por amor de mí para dar testimonio ante ellos». Y también dejó establecido cuál debía ser nuestra actitud cuando llegase ese día: «No les tengáis miedo. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que os digo al oído, predicadlo sobre los terrados».
De eso se trata. Prediquemos nuestra fe en los terrados, sin miedo al vituperio y al aborrecimiento de nuestra época. Quienes dispongan de una tribuna pública, haciendo uso de ella para que sirva de acicate y confortación. Quienes carezcan de ella, manteniéndose firmes en unas convicciones que van a la contra de los tiempos que corren; pues en su capacidad de resistencia se cifra el éxito final de la empresa. Pero no ha de ser ésta una resistencia pasiva y pusilánime, como pretenden quienes postulan una «fe privada» y casi clandestina, sino desvelada y dispuesta a revolverse contra su hostigador. A fin de cuentas, los gestos de displicencia, desdén o declarada beligerancia que nos dispensa la facción gobernante ni siquiera anhelan nuestro exterminio, sino más bien nuestra reclusión en catacumbas de tibieza y acoquinamiento; bastará con que nos neguemos a recular para que los hostigadores aprecien el material del que estamos fabricados. Y quizá sean ellos quienes entonces empiecen a acoquinarse.
La defensa de nuestra fe nos impone un deber de activismo. Aprovechemos, en primer lugar, los instrumentos que la ley pone a nuestro servicio: exijamos sin desmayo para nuestros hijos una educación religiosa en las escuelas; contribuyamos con nuestros impuestos al sostenimiento de la Iglesia. Aceptemos, en segundo lugar, que la fe no puede ser vivida en tiempos de tribulación como una rutina heredada, sino como un signo de identidad orgullosa en el que se dirime la supervivencia de nuestra genealogía cultural y espiritual; participemos en las liturgias de nuestra fe con gozo, espantemos ese marasmo de estolidez y hedonismo que han arrojado sobre nuestros hombros llenando las iglesias. Y, en fin, si la defensa de nuestras convicciones lo exige, salgamos a la calle armados de pancartas que nos identifiquen: nunca se habría visto una manifestación más multitudinaria y apabullante como la que congregase a los católicos que cada domingo van a misa. Cualquier cosa, antes que resignarnos a vivir en las catacumbas.
De eso se trata. Prediquemos nuestra fe en los terrados, sin miedo al vituperio y al aborrecimiento de nuestra época. Quienes dispongan de una tribuna pública, haciendo uso de ella para que sirva de acicate y confortación. Quienes carezcan de ella, manteniéndose firmes en unas convicciones que van a la contra de los tiempos que corren; pues en su capacidad de resistencia se cifra el éxito final de la empresa. Pero no ha de ser ésta una resistencia pasiva y pusilánime, como pretenden quienes postulan una «fe privada» y casi clandestina, sino desvelada y dispuesta a revolverse contra su hostigador. A fin de cuentas, los gestos de displicencia, desdén o declarada beligerancia que nos dispensa la facción gobernante ni siquiera anhelan nuestro exterminio, sino más bien nuestra reclusión en catacumbas de tibieza y acoquinamiento; bastará con que nos neguemos a recular para que los hostigadores aprecien el material del que estamos fabricados. Y quizá sean ellos quienes entonces empiecen a acoquinarse.
La defensa de nuestra fe nos impone un deber de activismo. Aprovechemos, en primer lugar, los instrumentos que la ley pone a nuestro servicio: exijamos sin desmayo para nuestros hijos una educación religiosa en las escuelas; contribuyamos con nuestros impuestos al sostenimiento de la Iglesia. Aceptemos, en segundo lugar, que la fe no puede ser vivida en tiempos de tribulación como una rutina heredada, sino como un signo de identidad orgullosa en el que se dirime la supervivencia de nuestra genealogía cultural y espiritual; participemos en las liturgias de nuestra fe con gozo, espantemos ese marasmo de estolidez y hedonismo que han arrojado sobre nuestros hombros llenando las iglesias. Y, en fin, si la defensa de nuestras convicciones lo exige, salgamos a la calle armados de pancartas que nos identifiquen: nunca se habría visto una manifestación más multitudinaria y apabullante como la que congregase a los católicos que cada domingo van a misa. Cualquier cosa, antes que resignarnos a vivir en las catacumbas.
Y, sobre todo, perseverancia, aunque la soledad nos incite a la claudicación: «Seréis aborrecidos de todos en mi nombre. Sólo el que persevere hasta el fin será salvo».
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