por Gilbert K. Chesterton
En los viejos tiempos, antes de la aparición de los males modernos, cuando el genial y viejo Ibsen llenaba el mundo de absoluta alegría, y los amables relatos del olvidado Émile Zola mantenían nuestros hogares felices y puros, el ser malinterpretado solía considerarse una desventaja. Pero puede ponerse en duda que lo sea siempre, o incluso en general. El hombre al que se malinterpreta cuenta siempre con la siguiente ventaja sobre sus adversarios: que éstos no conocen su punto débil, ni su plan de campaña. Salen a cazar pájaros con redes, y a pescar peces con flechas. Existen varios ejemplos modernos de esta situación. Chamberlain constituye uno muy bueno; constantemente elude o vence a sus oponentes porque sus verdaderos poderes y defectos son bastante distintos de aquellos que tanto sus partidarios como sus detractores le atribuyen. Aquéllos lo representan como a un infatigable hombre de acción; éstos, como rudo hombre de negocios, cuando, en realidad, no es ni lo uno ni lo otro, sino un admirable orador romántico; además de un actor también romántico.
Cuenta con un poder que es el alma misma del melodrama: el poder de fingir – incluso cuando le apoya una amplia mayoría – que se halla acorralado. Pues todas las facciones son tan caballerosas que sus héroes deben dar alguna muestra de desgracia; esa clase de hipocresía es el tributo que la fuerza le rinde a la debilidad.
Chamberlain dice tonterías y, al mismo tiempo, habla muy bien de su ciudad, que nunca le ha abandonado. Lleva una flor vistosa y fantástica, como un decadente poeta menor. En cuanto a su franqueza, su dureza y su defensa del sentido común, todo eso es, por supuesto, el primer truco de la retórica. Se enfrenta a su público con la venerable afectación de un Marco Antonio: Yo no soy orador, como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre sencillo y directo.
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