por el Dr. Antonio Caponetto
Tomado del Blog de Cabildo
a posibilidad y la licitud del castigo divino, son dos verdades que no han sido excluidas de las enseñanzas de la Iglesia. De ellas se habla con abundancia, desde las inspiradas páginas de las Sagradas Escrituras hasta en las fundantes respuestas del Catecismo, Castigo que pueden merecer tanto los hombres pecadores como las naciones corruptas, así en la historia cuanto en la eternidad. Reprimenda justiciera e inapelable, que bien recordaban y temían los genuinos creyentes, cada vez que la Secuencia Dies Iræ, por ejemplo, glosaba aquel texto de Sofonías, según el cual, en el día de la ira del Señor habría “estrépito y asolamiento”, aún “en las ciudades fuertes y en las altas torres”. Por cierto que esta pedagogía divina es omitida o burlada hoy, sistemáticamente, pues el sujeto contrahecho y subvertido a que ha quedado reducido el hombre, está muy lejos de discernir el acontecer desde la perspectiva sobrenatural. Pide signos entre los falsos profetas, y no sabe ver los que con verismo se le presentan. Ciega generación aquélla en la que está inserto, a la que tal vez, como lo dice el Señor, ya no se le dará ninguna otra señal, porque su corazón es de piedra.
Venga a cuento el introito para explicar el doloroso drama de los maremotos en el Pacífico, ocurridos precisamente allí, en un tiempo y en una geografía en la que el vicio abunda y han hecho una industria de la perversión de los niños. Escándalo impar para cuyos ejecutores previó Jesucristo la pena de ser arrojado al fondo del mar. Pero Asia y el Pacífico quedaban demasiado lejos de estos lares argentos, como para reflexionar demasiado; y mucho más lejos todavía la posibilidad de que algún obispo predicara sobre la ira celeste, las postrimerías, el temor de Dios y la necesaria enmienda. Paralelamente, demasiado cerca quedaba el fin de año y el veraneo, con su clima de gula y de relajo, de bacanal estruendosa y necia. El festín podía continuar su curso, y la blasfema muestra de un estulto reabrirse, y el sacrilegio multiplicarse, y el infierno negarse, y la infamia acrecer, y el Día de los Inocentes acallarse y la impiedad extenderse. Pero entonces, Dios necesitaba hacernos ver —con la visión cuajada de lágrimas— que ya no teníamos una patria de señores sino una república de cromagnones.
A pesar de que este nuevo y trágico signo ha venido envuelto en la sangre de nuestro prójimo, en el sentido más estricto del término, el fondo hondo, mistérico y cruento del episodio, aún sigue sin quererse considerar. Se han echado culpas políticas, y bien está que así sea, porque nos gobiernan degenerados de todo jaez. Se han echado culpas municipales, administrativas, contables o empresariales, y no serán nunca suficientes, porque la vileza corroe los cimientos mismos de todos esos ámbitos. Se han echado culpas a los funcionarios que parecían intangibles en su soberbia populista, y ahora enfrentan la furia del mismo demos y de los mismos ideólogos que les dieron sus inicuos respaldos. Pero hay culpas reales que se acallan, sea desde los púlpitos o desde los estrados, porque quienes los ocupan prefieren la adulación y la demagogia, y más temen a la impopularidad que a las consecuencias mortales de la mentira.
Es culpable la descristianización de las costumbres, la bestialización de las diversiones, la animalización de las fiestas, la secularización de la alegría. Es culpable la juventud promiscua, hedonista y tribal, a la que no sólo no se le señalan sus pecados sino que se glorifica post mortem, se adula en vida y se le levantan santuarios para inmortalizar sus desafueros. Es culpable la paternidad libertina y permisiva, cómplice y secuaz de la adolescencia descarriada. Es culpable la promoción de la vida licenciosa y lasciva, en la que se revuelcan por igual veinteañeros goliardos y cuarentones torvos. Es culpable el conjunto de modas impúdicas y lujuriosas, sodomitas y prostibularias, en cuyo cultivo compiten simétricamente progenitores estúpidos y proles desenfrenadas. Es culpable la pseudomúsica que ocupa el lugar del arte, y todo aquel que medra difundiéndola. Es culpable el que monta un boliche, del que se sale siempre muerto aunque no se tiren bengalas, y es culpable el que asiste a sabiendas de que hallará allí refugio a sus malandanzas. Es culpable la metódica violación del tercer mandamiento, y la madeja ruin de cuantos mercan con la desnaturalización de lo festivo y la traición a la noble virtud de la eutrapelia. Empezando por un presidente que en materia melódica ha declarado su afección por las hordas marginales, y terminando por un alcalde, que es todo él un cántico a la contracultura. Nada de esto se ha dicho en público, y difícilmente se quiera decir.
Pero Dios gobierna con las dos manos, escribe Marechal. Con la mano de hiel de su rigor, y la mano de azúcar de su misericordia. Si no lo hiciera, tendría la imperfección de un padre manco. Dios es rico en misericordia, conviene repetirlo. Y la misericordia divina tanto más se mueve cuanto nos ve débiles, orantes, penitentes y contritos. Así estamos nosotros en esta Argentina doliente, más doliente porque quiere desconocer las causas de su verdadero dolor. Implorando que a tanto castigo sobrevenga la misericordia. Que haya fiesta allí donde el amor se alegra, según decía el Crisóstomo. Y que la patria merezca salir de la caverna de primates para recuperar su sitial en la Historia.
Venga a cuento el introito para explicar el doloroso drama de los maremotos en el Pacífico, ocurridos precisamente allí, en un tiempo y en una geografía en la que el vicio abunda y han hecho una industria de la perversión de los niños. Escándalo impar para cuyos ejecutores previó Jesucristo la pena de ser arrojado al fondo del mar. Pero Asia y el Pacífico quedaban demasiado lejos de estos lares argentos, como para reflexionar demasiado; y mucho más lejos todavía la posibilidad de que algún obispo predicara sobre la ira celeste, las postrimerías, el temor de Dios y la necesaria enmienda. Paralelamente, demasiado cerca quedaba el fin de año y el veraneo, con su clima de gula y de relajo, de bacanal estruendosa y necia. El festín podía continuar su curso, y la blasfema muestra de un estulto reabrirse, y el sacrilegio multiplicarse, y el infierno negarse, y la infamia acrecer, y el Día de los Inocentes acallarse y la impiedad extenderse. Pero entonces, Dios necesitaba hacernos ver —con la visión cuajada de lágrimas— que ya no teníamos una patria de señores sino una república de cromagnones.
A pesar de que este nuevo y trágico signo ha venido envuelto en la sangre de nuestro prójimo, en el sentido más estricto del término, el fondo hondo, mistérico y cruento del episodio, aún sigue sin quererse considerar. Se han echado culpas políticas, y bien está que así sea, porque nos gobiernan degenerados de todo jaez. Se han echado culpas municipales, administrativas, contables o empresariales, y no serán nunca suficientes, porque la vileza corroe los cimientos mismos de todos esos ámbitos. Se han echado culpas a los funcionarios que parecían intangibles en su soberbia populista, y ahora enfrentan la furia del mismo demos y de los mismos ideólogos que les dieron sus inicuos respaldos. Pero hay culpas reales que se acallan, sea desde los púlpitos o desde los estrados, porque quienes los ocupan prefieren la adulación y la demagogia, y más temen a la impopularidad que a las consecuencias mortales de la mentira.
Es culpable la descristianización de las costumbres, la bestialización de las diversiones, la animalización de las fiestas, la secularización de la alegría. Es culpable la juventud promiscua, hedonista y tribal, a la que no sólo no se le señalan sus pecados sino que se glorifica post mortem, se adula en vida y se le levantan santuarios para inmortalizar sus desafueros. Es culpable la paternidad libertina y permisiva, cómplice y secuaz de la adolescencia descarriada. Es culpable la promoción de la vida licenciosa y lasciva, en la que se revuelcan por igual veinteañeros goliardos y cuarentones torvos. Es culpable el conjunto de modas impúdicas y lujuriosas, sodomitas y prostibularias, en cuyo cultivo compiten simétricamente progenitores estúpidos y proles desenfrenadas. Es culpable la pseudomúsica que ocupa el lugar del arte, y todo aquel que medra difundiéndola. Es culpable el que monta un boliche, del que se sale siempre muerto aunque no se tiren bengalas, y es culpable el que asiste a sabiendas de que hallará allí refugio a sus malandanzas. Es culpable la metódica violación del tercer mandamiento, y la madeja ruin de cuantos mercan con la desnaturalización de lo festivo y la traición a la noble virtud de la eutrapelia. Empezando por un presidente que en materia melódica ha declarado su afección por las hordas marginales, y terminando por un alcalde, que es todo él un cántico a la contracultura. Nada de esto se ha dicho en público, y difícilmente se quiera decir.
Pero Dios gobierna con las dos manos, escribe Marechal. Con la mano de hiel de su rigor, y la mano de azúcar de su misericordia. Si no lo hiciera, tendría la imperfección de un padre manco. Dios es rico en misericordia, conviene repetirlo. Y la misericordia divina tanto más se mueve cuanto nos ve débiles, orantes, penitentes y contritos. Así estamos nosotros en esta Argentina doliente, más doliente porque quiere desconocer las causas de su verdadero dolor. Implorando que a tanto castigo sobrevenga la misericordia. Que haya fiesta allí donde el amor se alegra, según decía el Crisóstomo. Y que la patria merezca salir de la caverna de primates para recuperar su sitial en la Historia.
1 comentarios:
Muy bueno!! Ana
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