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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

15 de febrero de 2009

El post-concilio y la descristianización de España



por José Miguel Gambra


Tomado de Carlismo.es


Agradezco a Fernando Lizcano de la Rosa, (Gladium et Spes), quien me recomendó este artículo.




l Concilio, con sus doctrinas de libertad religiosa, de ecumenismo y de colegialidad, versión religiosa de la libertad, igualdad y fraternidad2, ha conmovido a la Iglesia, de una manera sólo comparable con la transformación producida por la Revolución Francesa en el Antiguo Régimen. La primera consecuencia de estas doctrinas y, sin duda, la más importante, se halla en su capacidad de infectar el alma del creyente, substituyendo la adhesión incondicional del alma a las verdades de la fe por una creencia subjetiva, u opinión, que conlleva, por su propio carácter, la posibilidad de otros puntos de vista igualmente válidos. Esta consecuencia, que produce una inclinación hacia el escepticismo religioso, o hacia el indiferentismo, ha tenido a su vez enormes efectos, cuya amplitud no es fácil valorar. Esa vertiente relativista es la que se halla a la base de la disminución del número de creyentes en el mundo occidental, de la disminución terrible de las vocaciones, de la secularización masiva del clero y de los religiosos etc.. Sin embargo, este poder de infección, por cuanto obra desde el interior de los individuos, ha tenido un efecto común en todos los países y en todas las comunidades católicas, aunque de manera diferente en función, entre otras cosas, de la idiosincrasia propia de cada pueblo. En este sentido, quizá, el Concilio ha tenido una repercusión menos profunda entre los españoles, ya que éstos poco acostumbrados a examinar la coherencia interna de su fe, han tendido a mantenerla -aun dentro de su contradicción- con mayor firmeza que en otros lugares.

El hombre tiene una naturaleza social en todas las dimensiones de su ser, de manera que incluso la fe, en la mayoría de los hombres, sobrevive y florece más abundantemente cuando se desarrolla en el seno de una comunidad católica. Pues bien, en la dimensión social y política es donde el Concilio ha producido un efecto más devastador en España. En efecto, no es necesario detenerse a demostrar que la organización social y política de España está completamente descristianizada; lo está incluso mucho más que en otros países occidentales. Recordemos solamente las leyes del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, la ley del matrimonio entre homosexuales y de la eutanasia, que el partido socialista ha ampliado, promulgado o tiene intención de hacerlo ; recordemos las leyes sobre la enseñanza que impiden, mucho más que en Francia por ejemplo, la libertad de enseñanza para los católicos; recordemos la repugnante televisión española, sus películas llenas de blasfemias, la pornografía sin frenol; recordemos, en fin, la actitud, los discursos y la propaganda decididamente laicista y anticatólica del gobierno actual. Esta sociedad, escandalosa incluso para países de tradición liberal y protestante, como los Estados Unidos, ha surgido en pocos decenios de la casi única sociedad que gozaba de una unidad católica aplastante, cuyo gobierno era confesionalmente católico y en la cual no había lugar para la libertad de cultos y la propaganda por parte de los incrédulos; donde se enseñaba la religión católica en todas las escuelas y donde la pornografía estaba completamente prohibida. ¿Cómo una sociedad puede ser corrompida de manera tan profunda, y en tan poco tiempo, sin que una guerra, una invasión o algún otro cataclismo haya intervenido? La explicación es bien fácil y simple: es la Iglesia, la Iglesia del Vaticano II, la que ha producido la descristianización de España. No hay que buscar otra causa más directa. Este curioso fenómeno, tan particular, casi único en el mundo y en la historia, es de lo que entiendo que debo hablar aquí pues seguramente esta es la razón por la cual los organizadores de este congreso han querido que se hable de España.

Hay que hacer un poco de historia para comprender la posición de España antes del Concilio. España ha sido seguramente uno de los países más católicos de Europa en los tiempos llamados modernos. Ha sido, al mismo tiempo, freno del protestantismo y del imperio turco; ha evangelizado América y otros lejanos países. Y, aunque las guerras que ha hecho en defensa de la cristiandad han acabado mal, aunque, a partir de la paz de Westfalia, ha tenido que encerrarse progresivamente dentro de ella misma, de manera que su presencia en Europa se fue contrayendo, hasta su casi completa desaparición del concierto de naciones durante el siglo XIX; a pesar de todo ello, ha mantenido su fe católica, como elemento sustancial de su alma comunitaria y como fundamento de su unidad. Verdad es, con todo, que las capas sociales más distinguidas han soportado mal el peso de este confinamiento y han intentado, durante el siglo XVIII, introducir las ideas de la Ilustración e, inficionadas de ideas revolucionarias, han controlado la política durante todo el siglo XIX. Pero todo este fenómeno ha sido, si puede decirse, epidérmico en el cuerpo social de España. Las guerras más importantes que España ha sufrido en estos dos últimos siglos son buena prueba de ello, pues no cabe comprenderlas más que como sublevaciones populares contra las ideas revolucionarias. En cierta medida, la guerra contra la Convención podía inscribirse ya en el rosario de esas guerras religiosas. También la guerra de 1821, la primera guerra civil de España, tenía un origen popular contra la instauración de la constitución liberal hecha nacida del levantamiento de Riego. Pero son sobre todo las guerras carlistas son testimonio de la separación entre la oligarquía cortesana y el catolicismo popular. Estas guerras tenían una vertiente dinástica, pero ésta no era más que una anécdota por relación a sus motivaciones ideológicas profundas: la lucha contra el liberalismo y las llamadas libertades modernas. Para convencerse de ello, he elegido dos textos, lejanos en el tiempo, de los miembros de la dinastía carlista; uno de ellos es de la Princesa de Beira3, que decía:

    Ténganse allá otras naciones con sus constituciones sus leyes y sus costumbres, y no pretendan neciamente plantar y hacer fructificar igualmente la misma planta en diferentes climas, pues en éste morirá lo que en otro prospere; la planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: religión, patria y rey; y si a estas queremos sustituir con las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.

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