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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

18 de abril de 2009

De los autos sacramentales




por D. Marcelino Menéndez y Pelayo

Fragmento de su Discurso sobre los Autos Sacramentales







ijo Miguel de Cervantes, príncipe de los ingenios españoles y esclavo del Santísimo Sacramento, que «el mezclar lo humano con lo divino es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento». No quisiera yo que sobre mí recayese el peso de tan justa sentencia, ni dejo de recelar que pueda parecer inoportuna la intervención de un humilde profesor de letras humanas en un acto que principalmente requiere el concurso de las divinas. El solemne misterio que estos días conmemoramos, la inefable emoción que embarga toda alma cristiana ante el espectáculo de una muchedumbre congregada de todos los términos de la tierra para rendir tributo de fe y amor a Cristo Sacramentado, parece que ahuyenta todo pensamiento profano y hiela en los labios toda palabra que no sea una oración. Sólo la voz de la ciencia teológica puede levantarse potente y autorizada para esclarecer, en cuanto es concedido a nuestra débil luz intelectual, los arcanos del dogma. Temeridad sería en el simple fiel pretender escudriñarlos. Bástale acercarse con pavor y reverencia a la mesa donde se sirve el pan de los ángeles. Suene, pues, el acento de los doctores que de la Iglesia tienen misión para enseñar; ya en la cátedra del Espíritu Santo, ya en las tesis y disertaciones de este grandioso Congreso. Preparemos los oídos para escucharlos y abramos el espíritu a la eficacia de su doctrina, que no caerá en suelo estéril si la recibimos con razonable obsequio y corazón contrito y humillado.

Es este misterio de amor centro de la vida cristiana, lazo estrechísimo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre; Sacramento augusto de la ley de gracia, que en él recibe su perfección y complemento mediante la comunión substancial del sacratísimo cuerpo de Cristo velado en las especies eucarísticas. Este sacrificio perenne e incruento, que cada día se ofrece en innumerables aras, es promesa de inmortalidad y prenda sacrosanta del rescate humano. Por él forma la cristiandad un cuerpo místico que recibe la savia de su Divino Fundador y liga a todos sus miembros con vínculos de caridad indisoluble. Sin la inmolación perpetua de la Víctima Sagrada no se concibe el sacerdocio ni el altar. La vida parece como que se disipa entre las nieblas de un intelectualismo vago, sin llama de amor ni eficacia en las obras. Este único y verdadero sacrificio no es sombra y figura como los de la Ley Antigua, sino realidad presente y eterna, renovación del sacrificio del calvario, que salva a todo hombre que quiere salvarse. En él está la raíz del orden religioso, y por él se difunde en nuestra naturaleza regenerada y transfigurada el raudal de la gracia.

Pero este raudal a todas partes llega, y no hay facultad humana que en sus aguas no se purifique, cuanto más aquella tan noble y excelsa, que a nuestro espíritu fué concedida, de manifestar, por medio de imágenes sensibles, la belleza ideal, pura, inmóvil y bienaventurada, como Platón la columbró en sus ensueños; como la mostró la Revelación cristiana, no en la vaga región especulativa, ni encubierta bajo las sombras y cendales del mito y de la alegoría, sino viva, triunfante y gloriosa en la persona del Verbo Encarnado, fuente de todo bien y toda sabiduría. El arte, pues, y cada una de las artes, principalmente el arte de la poesía, que por su universalidad parece que las comprende a todas, ha sido en el pueblo cristiano, y sobre todo en el nuestro de la edad de oro, una forma de enseñanza teológica, una cátedra abierta a la muchedumbre, no en el austero recinto de las escuelas, sino en la plaza pública, como en los días triunfantes de la democracia ateniense, a la radiante luz de nuestro sol nacido para reverberar en las custodias y convertirlas en ascuas de oro. Con tales alas volaba el genio de nuestros poetas, ante millares de espectadores de imaginación fresca y dócil, de entendimiento despierto y ágil para seguir las más sutiles abstracciones, y de voluntad tan perseverante y firme como recio era su brazo, templado en todos los campos de batalla del mundo.

Así nació aquel género dramático, tan propio y peculiar nuestro, que a duras penas consiguen los más eruditos extranjeros darse cuenta de su especial carácter, y no son pocos los que con notoria impropiedad le usan como nombre genérico de toda representación a lo divino. Los autos sacramentales tienen un tema único, aunque de fertilidad inagotable y desarrollado con riquísima variedad de medios y recursos artísticos: el dogma de la presencia eucarística. Este dogma es el que en las obras de nuestros poetas reduce a grandiosa unidad toda la economía del saber teológico y reviste de símbolos y figuras, a un tiempo palpables y misteriosas, la historia y la fábula, el mundo sagrado y el gentil, los áridos esquemas de la dialéctica y los arrobamientos del amor místico, para ofrecerlo todo, como en un haz de mirra, ante las aras del divino pan, multiplicado en infinitos granos.

Vivimos entre prodigios: sin la luz de la Revelación son enigmas indescifrables nuestra cuna y nuestra tumba; no hay instante sin milagro, según la vigorosa expresión de nuestro dramaturgo, y cumple el arte su fin más sublime cuando nos sumerge en las tinieblas de la noche oscura del alma para aleccionarnos con aquel extraño género de sabiduría que el gran doctor del Carmelo comprendió en tres versos tan sencillos en la letra como hondos en el sentido:


Entréme donde no supe,
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.


Son las alturas de la contemplación mística de difícil acceso para el pie más ágil y para el más alentado pecho, ni es la doctrina de la perfección espiritual materia de mero deleite estético, sino regla y disciplina de la voluntad y del entendimiento. Error grave, y en nuestros tiempos muy vulgarizado, es el de buscar la verdad por el camino del arte, o suponer que cierta vaga, egoísta y malsana contemplación de un fantasma metafísico que se decora con el nombre de belleza pueda ser norma de vida ni ocupación digna de un ser inteligente. En el fondo de este diletantismo bajo y enervante, feroz y sin entrañas, late el más profundo desprecio de la humanidad y del arte mismo, que se toma así por un puro juego sin valor ni consistencia. Cierto es que las formas bellas tienen valor por sí mismas y le tienen también por su rareza, puesto que son tan fugaces las apariciones con que recrean la mente de los humanos; pero su propia excelencia intrínseca no se concibe sin el sello del ideal que llevan estampado, puesto que meras combinaciones de líneas, de colores, de sonidos musicales o de palabras sometidas a la ley del ritmo serán un material artístico muerto, hasta que la voz del genio creador flote sobre las ondas sonoras y sobre el tumulto de las formas anhelantes de vida, como flotaba el espíritu de Dios sobre las aguas.

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