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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

17 de abril de 2009

Diderot, o el burgués vagabundo





por D. Ruben Calderón Bouchet




Tomado de La Enciclopedia y el Enciclopedismo
Ediciones OIKOS, Buenos Aires, 1983.








"Escritor incorrecto, traductor infiel, metafísico atrevido, moralista peligroso, mal geómetra, físico mediocre, filósofo entusiasta, literato que ha escrito muchas obras pero del que no podemos decir que conozcamos un buen libro", así pre­senta la figura de Diderot un enjundioso estudio sobre el Siglo de las Luces realizado por Jean-Marie Goulemot y Michel Launay, autores que se declaran continuadores de la Ilustración. Su frase "Todo cambia todo pasa. Sólo el todo dura" es un ejemplo de la profundidad filosófica de Diderot. Sin em­bargo su figura ha sido exaltada tanto en el Occidente liberal como en la URSS como campeón del progresismo y como defensor de la soberanía popular.

La vida de Diderot

En el siglo XVIII la preponderancia social y espiritual del burgués impone ya su marca utilitaria a todo el ámbito de la cultura. Las ciencias positivas substituyen, entre la gente ilus­trada, el saber tradicional y determinan en alguna medida la "forma mentis" de la nueva sabiduría filosófica que hallará en Alemania sus expresiones más acabadas. En Francia, la filosofía es apenas una retórica y, como lo expresó el mismo Denis Diderot, no se podía ser filósofo sin sacri­ficar un gallo a las musas, especialmente a la del teatro y la poesía, porque eran las formas más extendidas de la literatura. Diderot consideraba también imprescindible que para ser filósofo había que ser ateo. Voltaire no llegó a una conclusión tan terminante y se contentó con ser deísta: una modalidad más atenuada del ateísmo y más de acuerdo con su espíritu utilitario.
Diderot amó demasiado sus caprichos y sus fantasías para frenar su inteligencia en los umbrales de la conveniencia social. No era, como Voltaire, un gran burgués que preparaba, conforme a las exigencias del poder absoluto, el predominio de un raciona­lismo ilustrado contenido en los límites de un economicismo prag­mático. Diderot era un hijo del pueblo, destinado por su proce­dencia y su capacidad intelectual a hacer carrera en el clero. Hay en su porte, en su blandura física y en sus gustos por las franca­chelas voluptuosas una falta de mesura y circunspección que hace pensar en un clérigo vagabundo, perdido en el tumulto de la Ilus­tración. Catalina La Grande, que tuvo la oportunidad de cono­cerlo personalmente y de echar sobre él una mirada libre del espejismo literario, dijo que era un atolondrado, un charlatán y un payaso. No obstante, no le escatimó su ayuda, y gracias a las mercedes de la zarina Diderot pasó sus últimos años en una rela­tiva holgura.
Nació en Langres, en octubre de 1713, en el seno de una fa­milia de artesanos-comerciantes. El padre fabricaba y vendía cu­chillos, navajas, tijeras y otros instrumentos cortantes de fácil ubicación comercial en una zona rural como aquélla. Fue alumno de los jesuítas, como Voltaire, pero no tenía, como el hijo del notario Arouet, la posibilidad de entrar a tra­bajar en el despacho paterno. Los Diderot, al sobresalir en los latines, podían aspirar al cargo de canónigos. Este hubiera sido el destino de Denis, si su precocidad erótica no hubiese pesado tanto en la orientación de sus propósitos. Un tío ya canónigo, que suponemos cargado con todas las alforjas de la sabiduría familiar, hizo brillar ante los ojos de los padres una prebenda eclesiástica como un seguro sobre el porvenir del muchacho. Denis no se tentó y aceptó abandonar sus estudios y ponerse modestamente en la fragua paterna y seguir con los cuchillos. El morbo de la cultura había afectado seriamente el cerebro del joven estudiante y, tras haber martillado unos días sobre el yunque, volvió a los latines, convencido de que sus manos habían sido hechas para sostener la pluma y dar vueltas las hojas de los libros.
Los jesuítas pensaban lo mismo y trataron de persuadir a Denis que era mucho más conveniente entrar en el seminario de la Compañía de Jesús que amontonar sebo en el pedestre usu­fructo de una canonjía eclesiástica. Diderot estaba en la edad del heroísmo y probablemente no amaba en exceso a su impor­tante tío, el canónigo de Vigneron. y decidió seguir el señuelo pro­puesto por los jesuítas: un par de años en el colegio Louis Le Grand de París y luego el noviciado.
El padre, que decididamente prefería la canonjía, lo llevó a la capital de Francia y lo puso en el Colegio d'Harcourt, donde Denis completó sus estudios hasta recibir el título de "maestro de artes".
El ambiente de París puso término a sus inclinaciones sa­cerdotales y Diderot se lanzó a una franca bohemia, de la que extrajo esa experiencia que volcó en su obra maestra, Le Neveu de Rameau, que tanto gustó a Goethe. Cuando el padre se enteró de sus andanzas le cortó los víveres y Denis se vio librado a sus propias fuerzas y a algunos subsidios clandestinos que la madre le hacía llegar con una sirvienta de la casa.

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