por el R.P. José María Iraburu
Tomado de su blog Reforma ó Apostasía
–¿Y qué le vamos a hacer?… Le cuento. En Burgos, en la Facultad de Teología, hace años, me encargaron seleccionar en los grandes fondos de la Biblioteca general los libros que debían reunirse en un Seminario de Espiritualidad, poniéndolos más a mano. Y revisando todos esos fondos, acumulados desde el siglo XVI, pude comprobar, p. ej., que había muy pocos ejemplares de las Obras de San Juan de la Cruz, y que por el contrario se hallaban numerosas ediciones de obras como Alfalfa espiritual para las ovejas de Cristo, o bien Reloj ascético para despertar conciencias dormidas, y otros libros semejantes. Se veía claramente que éstos fueron en su tiempo los libros más leídos por el personal, y que pocos leían a San Juan de la Cruz. ¿Y qué le vamos a hacer?… «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Y el Cardenal Pie dice la verdad. Y yo la digo.
risto es Rey, y la Iglesia ora y labora para que reine sobre los hombres y sobre las naciones. Como ya confesamos en posts anteriores (20-21), Cristo es el Rey del mundo: a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); ya en el presente histórico «vive y reina por los siglos de los siglos», y sabemos además con absoluta certeza de fe que finalmente «todas las naciones vendrán a postrarse en su presencia» (Ap 15,4), y que «su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Esta verdad grandiosa es uno de los temas centrales de la sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Mons. Pie, recordando las tres primeras peticiones del Padrenuestro –santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo–, escribe: «Jesucristo, al enseñar la oración dominical, dispuso que ninguno de los suyos pudiese cumplir el primer acto de la religión, que es la oración, sin ponerse en relación con todo lo que pueda hacer progresar o retardar, favorecer o impedir el reino de Dios sobre la tierra. Y evidentemente, como las obras del hombre deben estar coordinadas con su oración, un cristiano no es digno de tal nombre si no se emplea activamente, de acuerdo a la medida de sus fuerzas, en procurar este reino temporal de Dios, y en despejar lo que lo obstaculiza» (III,500).
«No queremos que él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). La fe en Cristo Rey y en la conveniencia de que ya en la historia reine en el mundo, una fe siempre viva en la Europa cristiana, comienza a ser negada abiertamente desde los comienzos del siglo XVIII por los filósofos, de los que parte la masonería, la Ilustración, el liberalismo. El espíritu diábólico infunde así en los hombres la convicción de que sólamente lograrán ser del todo libres, del todo hombres, cuando se sacudan el «yugo suave y la carga ligera» de Cristo (Mt 11,30), y afirmen con plena decisión, personal y colectivamente. Es el mismo espíritu que le hace decir al Israel rebelde a Yavé: «no te serviré (non serviam)… Somos libres, no te seguiremos» (Jer 2,20.31).
Esta rebelión de las naciones contra Cristo, iniciada en Occidente y difundida a todos los pueblos que le siguen, es ya la forma cultural y política predominante en nuestra época. Hombres de la cultura, y concretamente los políticos, han sustraído, han robado el mundo a Cristo, su Señor natural. Y llevan siglos destrozando la antigua Cristiandad occidental día a día, más y más, la cultura, las costumbres, la educación, las leyes, la vida política, los medios de comunicación, el pensamiento, el arte, todo. Y aunque no llegan a derribar las Catedrales, ciertamente procuran siempre borrar hasta el menor vestigio secular del antiguo mundo cristiano.
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