por Don Fernando Vizcaíno Casas
a Madre Superiora lo traía de la mano. Era rubio, con el pelo ensortijado y unos ojos azules inmensamente tristes. El traje negro aumentaba todavía más la apariencia dolorosa del niño, que lo miraba todo con cierta penosa indiferencia: los pasillos blanquísimos, el comedor con macetas, las clases…
— ¿Ves? Ésta será tu habitación —dijo la Superiora, que lo acercó a una de las últimas camas—. Apréndete bien el número, Quique. Te corresponde la cama 23. ¿No lo olvidarás?
— No, madre…
— Tienes un armarito al fondo con el mismo número. Deja allí las cosas que has traído.
— Sí, madre…
Llegó en seguida sor Asunción. La Superiora le habló en voz baja.
— Cúidelo mucho estos primeros días, hermana. Ya sabe quién es, ¿verdad?
— Ya sé, ya. El del accidente, ¿no? ¡Pobrecito!…
— Y precisamente en estas fechas…
Aquellas fechas eran las de Navidad, y Quique tenía que pasarlas espantosamente solo. Justamente la víspera de Nochebuena, sus padres y un hermano mayor habían muerto en un choque de automóviles. No tenía más familia que un tío lejano con negocios en México y mientras llegaba o mientras decidía el destino del niño, hubo de acogerse a la Beneficencia del Estado.
Pasó metido dentro de sí todas las fiestas. En realidad, aún no había reaccionado. De golpe y porrazo llamaron a la puerta de su casa; pero no eran sus padres, no era su hermano Jaime. Eran dos señores vestidos de gris que le dijeron de sopetón que toda su familia estaba ya en el cielo.
Luego la tata Juana hizo la maleta y se encontró allí, en la Casa de San Gabriel. Las monjitas le dedicaban todas sus preferencias y unos muchachos, indiferentes con sus problemas, se empeñaban en jugar con él de continuo. Pero él no tenía ninguna gana de jugar.
Y eso que a los siete años no se comprende demasiado estas cosas.
Después del Año Nuevo, las monjitas comenzaron a preparar el recibimiento de los Reyes Magos. Quique no había escrito la carta. A Quique le dictaba todos los años la carta su madre, pero ya nunca más podría hacerlo.
— Si quieres, yo te la dictaré —le había dicho sor Asunción. Pero a él no le interesó la idea.
Su vecino de cama se llama Juan. Expósito de apellido, aunque aseguraba que en cuanto fuese mayor pediría otro, cuestión que Quique no acababa de entender. Juan tenía ya diez años y presumía de saber bastante de todo. Por eso Quique se atrevió a consultarlo.
— Oye, ¿tú crees que me traerán algo los Reyes si no les escribo bien la carta? Porque como siempre me ayudaba mamá…
Juan se rió. Se rió mucho. Llamó a varios compañeros más, todos mayores como él y se rieron a coro.
— ¡Claro que te traerán, rico! ¡Carbón a toneladas…! ¿No es eso lo que les dejan a los niños malos?
— Pero yo no he sido malo… —protestó Quique, sin comprender la algarabía.
— ¡No has sido malo! Entonces, ¿qué esperas que te traigan sus Majestades?
— Yo sí que lo tenía pensado… Pero no sé…
— Dilo, hombre, dilo —vociferó Juan—. Cuéntanoslo todo…
— Yo quería este año un automóvil de esos que funcionan con electricidad…, de esos que parecen de veras y puede uno guiarlo y todo…
— ¿De los que valen seis mil pesetas…?
— Creo que sí…
Volvieron a reírse todos con estrépito.
— Pues aquí, don Felipe no reparte más que soldaditos de plomo…
— Y balones de fútbol. Aunque no de reglamento, ¿eh?
— Pero yo no he pedido balones. A mí no me gusta el fútbol…
— ¡Ay, que rico!
— ¡Igual le traen el automóvil…!
— ¡O un “Talgo” de verdad…!
— ¡El tontaina ese…!
Quique se quedó muy preocupado. Después de comer, en el recreo de las cuatro, llamó a Juan:
— ¿Es que tú no quieres a los Reyes Magos?
— ¡Pero qué Reyes Magos, ni qué flautas, bobo!
No se enteró, esta es la verdad. Anduvo dándole vueltas todo el día y toda la noche, hasta que le llegó el sueño. Al otro día le dijo a sor Asunción:
— Hermana, ¿de verdad quiere usted ayudarme a escribir a los Reyes?
— Pues claro que sí, Quique…
Pero después, la monja se resistió a pedir el automóvil con motor eléctrico. ¿Por qué? Parecía empeñada en que Quique pidiese el balón de fútbol. O soldaditos de plomo.
— No, hermana, no. Yo sólo quiero el automóvil. En resumen; que al final, la carta de la hermana no sirvió y Quique se hizo el ánimo y escribió otra él solo. Era muy corta: apenas cuatro líneas. Habían colocado en el vestíbulo un buzón que decía: “Para sus Majestades de Oriente”, y allí la echó, cerciorándose bien de que había llegado al fondo.
Era el día 4 de enero. Hacía frío y una lluvia menuda, pertinaz y molesta, salpicaba los cristales de las ventanas.
Al otro día se lo contó a Juan. Juan volvió a llamar a los de la pandilla.
— Sí, sí, el automóvil. Balones y soldaditos. Ya verás…
— Yo he pedido el automóvil.
—Claro, gilipollas.
Pasó la noche inquieto. ¿Tendrían razón los mayorcetes? No, no podía ser. Los Reyes Magos existían desde siempre. Desde que llegaron al portal de Belén y ofrendaron regalos al Niño Jesús.
No tenía sueño: serían más de las 12 cuando se le acercó sor Asunción, que aquella noche velaba.
— ¿No duermes, Quique?
— No, hermana. Dígame, hermana, ¿vendrán los Reyes?
— ¡Claro que vendrán!
— ¿Y me traerán el automóvil?
— Eso ya no lo sé. Nuestros Reyes Magos son pobrecitos, ¿sabes?
— Los Reyes Magos son muy ricos, hermana.
—No sé, no sé… Anda, duerme. Casi a las tres se quedó dormido.
A las once de la mañana estaba anunciada la visita de los Reyes al Asilo. Pero eran apenas las diez cuando unas trompetas avisaron su llegada. Venían sobre tres caballos blancos y apenas traían comitiva. En un camión se amontonaban los juguetes. La Madre Superiora salió muy nerviosa a recibirlos.
— ¿Cómo se han adelantado sin avisar…? Los niños no estarán preparados…
— Perdónenos, Reverenda Madre… Tenemos tantas visitas que hacer…
— ¿Y don Felipe? ¿No viene don Felipe de Melchor…?
— No, no viene de Melchor…
Pasaron al patio central. Los niños fueron saliendo en filas. Los Reyes los acariciaron, les regalaron peladillas y pidieron que alguien ayudase a descargar el camión. Fue un espectáculo inolvidable: aquel año, no había balones, no había soldaditos de plomo. Todos los juguetes eran caros; incluso sor Emilia, que hablaba alemán, descubrió que no eran de fabricación española. El último juguete que se entregó fue el automóvil eléctrico; un precioso automóvil color azul. El propio Baltasar gritó el nombre de su destinatario.
— Y esto para Quique, que tanta ilusión tenía. Juan y la pandilla, en cambio, recibieron unos espantosos sacos de carbón. Y andaban mascullando quejas cuando los Reyes volvieron a montar en sus caballos blancos y dijeron adiós con la mano.
— Además, no ha venido don Felipe —protestó Juan.
Quique estaba al volante del automóvil azul.
A las once menos diez sonó el teléfono.
— Salimos ahora mismo de la Cruz Roja. Llegamos en seguida.
— ¿Pero quiénes llegarán?
— ¿Quién va a ser, hermana? La cabalgata de los Reyes.
— ¿Otra vez?
— ¿Ves? Ésta será tu habitación —dijo la Superiora, que lo acercó a una de las últimas camas—. Apréndete bien el número, Quique. Te corresponde la cama 23. ¿No lo olvidarás?
— No, madre…
— Tienes un armarito al fondo con el mismo número. Deja allí las cosas que has traído.
— Sí, madre…
Llegó en seguida sor Asunción. La Superiora le habló en voz baja.
— Cúidelo mucho estos primeros días, hermana. Ya sabe quién es, ¿verdad?
— Ya sé, ya. El del accidente, ¿no? ¡Pobrecito!…
— Y precisamente en estas fechas…
Aquellas fechas eran las de Navidad, y Quique tenía que pasarlas espantosamente solo. Justamente la víspera de Nochebuena, sus padres y un hermano mayor habían muerto en un choque de automóviles. No tenía más familia que un tío lejano con negocios en México y mientras llegaba o mientras decidía el destino del niño, hubo de acogerse a la Beneficencia del Estado.
Pasó metido dentro de sí todas las fiestas. En realidad, aún no había reaccionado. De golpe y porrazo llamaron a la puerta de su casa; pero no eran sus padres, no era su hermano Jaime. Eran dos señores vestidos de gris que le dijeron de sopetón que toda su familia estaba ya en el cielo.
Luego la tata Juana hizo la maleta y se encontró allí, en la Casa de San Gabriel. Las monjitas le dedicaban todas sus preferencias y unos muchachos, indiferentes con sus problemas, se empeñaban en jugar con él de continuo. Pero él no tenía ninguna gana de jugar.
Y eso que a los siete años no se comprende demasiado estas cosas.
Después del Año Nuevo, las monjitas comenzaron a preparar el recibimiento de los Reyes Magos. Quique no había escrito la carta. A Quique le dictaba todos los años la carta su madre, pero ya nunca más podría hacerlo.
— Si quieres, yo te la dictaré —le había dicho sor Asunción. Pero a él no le interesó la idea.
Su vecino de cama se llama Juan. Expósito de apellido, aunque aseguraba que en cuanto fuese mayor pediría otro, cuestión que Quique no acababa de entender. Juan tenía ya diez años y presumía de saber bastante de todo. Por eso Quique se atrevió a consultarlo.
— Oye, ¿tú crees que me traerán algo los Reyes si no les escribo bien la carta? Porque como siempre me ayudaba mamá…
Juan se rió. Se rió mucho. Llamó a varios compañeros más, todos mayores como él y se rieron a coro.
— ¡Claro que te traerán, rico! ¡Carbón a toneladas…! ¿No es eso lo que les dejan a los niños malos?
— Pero yo no he sido malo… —protestó Quique, sin comprender la algarabía.
— ¡No has sido malo! Entonces, ¿qué esperas que te traigan sus Majestades?
— Yo sí que lo tenía pensado… Pero no sé…
— Dilo, hombre, dilo —vociferó Juan—. Cuéntanoslo todo…
— Yo quería este año un automóvil de esos que funcionan con electricidad…, de esos que parecen de veras y puede uno guiarlo y todo…
— ¿De los que valen seis mil pesetas…?
— Creo que sí…
Volvieron a reírse todos con estrépito.
— Pues aquí, don Felipe no reparte más que soldaditos de plomo…
— Y balones de fútbol. Aunque no de reglamento, ¿eh?
— Pero yo no he pedido balones. A mí no me gusta el fútbol…
— ¡Ay, que rico!
— ¡Igual le traen el automóvil…!
— ¡O un “Talgo” de verdad…!
— ¡El tontaina ese…!
Quique se quedó muy preocupado. Después de comer, en el recreo de las cuatro, llamó a Juan:
— ¿Es que tú no quieres a los Reyes Magos?
— ¡Pero qué Reyes Magos, ni qué flautas, bobo!
No se enteró, esta es la verdad. Anduvo dándole vueltas todo el día y toda la noche, hasta que le llegó el sueño. Al otro día le dijo a sor Asunción:
— Hermana, ¿de verdad quiere usted ayudarme a escribir a los Reyes?
— Pues claro que sí, Quique…
Pero después, la monja se resistió a pedir el automóvil con motor eléctrico. ¿Por qué? Parecía empeñada en que Quique pidiese el balón de fútbol. O soldaditos de plomo.
— No, hermana, no. Yo sólo quiero el automóvil. En resumen; que al final, la carta de la hermana no sirvió y Quique se hizo el ánimo y escribió otra él solo. Era muy corta: apenas cuatro líneas. Habían colocado en el vestíbulo un buzón que decía: “Para sus Majestades de Oriente”, y allí la echó, cerciorándose bien de que había llegado al fondo.
Era el día 4 de enero. Hacía frío y una lluvia menuda, pertinaz y molesta, salpicaba los cristales de las ventanas.
Al otro día se lo contó a Juan. Juan volvió a llamar a los de la pandilla.
— Sí, sí, el automóvil. Balones y soldaditos. Ya verás…
— Yo he pedido el automóvil.
—Claro, gilipollas.
Pasó la noche inquieto. ¿Tendrían razón los mayorcetes? No, no podía ser. Los Reyes Magos existían desde siempre. Desde que llegaron al portal de Belén y ofrendaron regalos al Niño Jesús.
No tenía sueño: serían más de las 12 cuando se le acercó sor Asunción, que aquella noche velaba.
— ¿No duermes, Quique?
— No, hermana. Dígame, hermana, ¿vendrán los Reyes?
— ¡Claro que vendrán!
— ¿Y me traerán el automóvil?
— Eso ya no lo sé. Nuestros Reyes Magos son pobrecitos, ¿sabes?
— Los Reyes Magos son muy ricos, hermana.
—No sé, no sé… Anda, duerme. Casi a las tres se quedó dormido.
A las once de la mañana estaba anunciada la visita de los Reyes al Asilo. Pero eran apenas las diez cuando unas trompetas avisaron su llegada. Venían sobre tres caballos blancos y apenas traían comitiva. En un camión se amontonaban los juguetes. La Madre Superiora salió muy nerviosa a recibirlos.
— ¿Cómo se han adelantado sin avisar…? Los niños no estarán preparados…
— Perdónenos, Reverenda Madre… Tenemos tantas visitas que hacer…
— ¿Y don Felipe? ¿No viene don Felipe de Melchor…?
— No, no viene de Melchor…
Pasaron al patio central. Los niños fueron saliendo en filas. Los Reyes los acariciaron, les regalaron peladillas y pidieron que alguien ayudase a descargar el camión. Fue un espectáculo inolvidable: aquel año, no había balones, no había soldaditos de plomo. Todos los juguetes eran caros; incluso sor Emilia, que hablaba alemán, descubrió que no eran de fabricación española. El último juguete que se entregó fue el automóvil eléctrico; un precioso automóvil color azul. El propio Baltasar gritó el nombre de su destinatario.
— Y esto para Quique, que tanta ilusión tenía. Juan y la pandilla, en cambio, recibieron unos espantosos sacos de carbón. Y andaban mascullando quejas cuando los Reyes volvieron a montar en sus caballos blancos y dijeron adiós con la mano.
— Además, no ha venido don Felipe —protestó Juan.
Quique estaba al volante del automóvil azul.
A las once menos diez sonó el teléfono.
— Salimos ahora mismo de la Cruz Roja. Llegamos en seguida.
— ¿Pero quiénes llegarán?
— ¿Quién va a ser, hermana? La cabalgata de los Reyes.
— ¿Otra vez?
Fue sencillo explicar la doble visita a los niños. Juan y la pandilla sonrieron al fin, porque don Felipe traía los balones de fútbol. Pero nadie supo nunca de dónde vinieron los Reyes Magos anteriores. Nadie, excepto Quique. Él sabía que de Oriente.
Y tenía razón.
Fernando Vizcaíno Casas
Nota: Este relato ha sido tomado del libro “…y habitó entre nosotros”, de Editorial Planeta, Colección Fábula, año 1982.
3 comentarios:
Enhorabuena por el cuento y sobre todo por la enseñanza.
Gracias, Gracia y un saludo.
Muy hermoso el cuento, me gustó mucho.
Una fiel lectora de su blog :).
Sls,
Muchas gracias a ambos.
Un fraternal abrazo en Xto Rey,
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