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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

13 de junio de 2008

El final cristiano del Caballero

por Sebastián Sánchez

El conquistador español en América es el caballero por antonomasia. En rigor, nada lo diferencia del caballero de la Reconquista que combate para recuperar España para los españoles y la Cristiandad. Por ello nos referiremos en forma indistinta al caballero o al conquistador pues son y representan una misma realidad. Del mismo modo, evitaremos hacer mención de la tan remanida cuestión del antitestimonio que muchos españoles ejercieron en su peregrinar indiano. Y esto no porque neguemos su existencia (algo difícil de hacer toda vez que los enemigos de la gesta hispana, en su atropellada deformación, no nos permitirían olvidarlo) sino porque aquí nos interesa hablar del verdadero caballero. El otro, el del mal ejemplo y peor vida, no es caballero ni conquistador sino mal cristiano y, por tanto, no resulta materia de este sencillo escrito. Una vez aclarado esto hemos de buscar en la fisonomía espiritual del caballero la idea de la muerte que éste tiene.

Dice García Morente que el caballero desprecia la muerte, repulsa ésta que no "procede ni de fatalismo, ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. (1)

"La muerte - ha dicho Guardini en su día - no es lo que proclama toda esa macabra charlatanería: el camino pasa a través de ella"(2). Y eso es lo que se enciende en la conciencia cristiana del caballero español al comprender que la vida es el peregrinar hacia la Vida y que la muerte propia (sea ofrendada en la España reconquistada, en la América idolátrica o en el Flandes herético) debe ser acelerada para hacerse acreedor del premio celestial.

No se obsesiona con la muerte el caballero pues sólo lo desvela la vida henchida de honor y lealtad a las veras jerarquías. La muerte en sí misma, la mera finalización de la existencia biológica, le tiene sin cuidado como bellamente nos lo refiere Ercilla:

Bien descuidado duerme cada uno
De la cercana inexorable muerte
Cierta señal que cerca della estamos
Cuando más apartados nos juzgamos. (3)

Pero el sentido caballeresco de la muerte, estrictamente cristiano, no sólo remite a la muerte propia sino también a la que se propicia al enemigo. El problema de la muerte del enemigo, más moderno que medieval, es explicado con rigor diamantino por San Bernardo quien en su célebre De laude novae militiae aclara las dudas acerca de la justicia del que mata y muere por la causa de Cristo. Así, "la muerte que se da o recibe por amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal es digna de mucha gloria. Por una parte se hace una ganancia para Jesucristo, por otra es Jesucristo mismo el que se adquiere; porque este recibe gustoso la muerte de su enemigo en desagravio suyo y se da más gustoso todavía a su fiel soldado para su consuelo. Así el soldado de Jesucristo mata seguro a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere a sí se hace el bien; si mata lo hace a Jesucristo, porque no lleva en vano a su mano la espada, pues es ministro de Dios para hacer venganza sobre los malos y defender la virtud de los buenos". (4)

Mas el caballero sabe que el quitar la vida del enemigo conlleva siempre el dar la propia en beneficio de aquellos que de él dependen. Por ello es capaz de hacerse matar por una viuda violentada, por un huérfano desvalido o por la prole del propio enemigo en la certeza de que la defensa de los débiles es la insignia primera de su pendón. Así, el caballero mata y muere por el prójimo en peligro. Porque el Nuevo Mundo, en función de conquista, fue, al decir de Jaime Eyzaguirre "campo de choque que permitió el reajuste de todas las jerarquías tradicionales para consagrar, por sobre las viejas y doradas cunas, el mérito de los audaces."(5)

El caballero siente desprecio por la muerte porque se siente ciudadano del cielo, como ha dicho el aguerrido Apóstol que fue San Pablo. Y si no le teme al violento final en la batalla es porque sabe que la celestial ciudadanía sólo se consigue en la plenitud de una vida honrosa, en la dócil aceptación de la voluntad divina y en la sangre vertida por Dios y la Patria. Por ello, el final del conquistador es siempre cristiano porque, luego de la vela y antes del combate, ha recibido a Jesús sacramentado y siente en su alma un pedazo de cielo y lleva en su corazón el germen de la vida eterna. Por eso sabemos, con García Morente, que el caballero español es un "impaciente de la eternidad".

En ese sentido la muerte del caballero es análoga a la del misionero que se sabe conciudadano de la gloria por el mérito del martirio. Y por ello el Obispo Zumárraga exhortaba a sus misionales caballeros con una sencilla súplica: "Id alegre, hermano mío, pues vais por camino tan trillado por donde han ydo cuantos han nacido; ya aún en la compañía hallareys al Hijo de Dios con su sagrada Madre." (6)

Sin duda la cuestión del fin cristiano del conquistador es una de las más importantes para reconocer las manifestaciones de la fe presentes en el Nuevo Mundo. Y es que en el fin terreno del hombre (el gran tema de ayer, de hoy y de siempre), a pesar de las variantes temporales, hay una unidad general de enfoque que hace aquilatar la profundidad de las convicciones y la madurez de la fe.

Conocido es el cristiano fin de Pizarro, quien muere crudelísimamente y tiene tiempo de perdonar a sus asesinos, hacer profesión de fe y lucidez necesaria para realizar todo esto en forma solemne. "Pocas escenas más dramáticas que la agonía del marqués caído, haciendo una gran cruz con su mano derecha, poniendo la boca sobre ella y besándola hasta expirar." He allí la muerte del caballero que comienza por ser santo porque se reconoce pecador y porque él es el hombre a quien, como dice nuestro Anzoátegui, "le interesa demasiado la vida para renunciar a pecar y el hombre a quien le interesa demasiado la muerte para renunciar a salvarse."(7)

No se trata, es menester aclararlo, de jugarse temerariamente la vida o de llegar a la muerte casi mediante el suicidio. Ciertamente se busca la gloria de una buena muerte pero no entregar la vida en una inmolación temeraria rayana con el nihilismo. Se combatía, nos dice Ercilla, con "ánimo feroz y, matando, la muerte se dilataba."(8)

La meta de todos los caballeros - dice Sáenz – debía ser según los viejos poemas francos conquerre lit en paradis. Esos rudos hombres de guerra, que había galopado por tantos caminos, sufrido la inclemencia de tantos climas, dormido tantas veces al raso, y pasado tantos días sin poder casi quitarse las armas, se hacía una idea ingenua de la beatitud eterna: ‘el reposo es una buena cama’. No será muy teológico pero era una imagen esperanzadora." (9)

Esta imagen de la muerte cristiana contrasta con lo que denota la muerte del indígena infiel que, aún por medio de una valiente pelea, termina sus días sin aceptar la verdadera Fe. Por caso vale recordar al cacique araucano Lautaro que, a pesar de afrontar la muerte con hombría y entereza de ánimo, pierde la salvación eterna al negar a Cristo y hace que su "alma, del mortal cuerpo desatada, baje furiosa a la infernal morada."

Pero, si de contrastes se trata, ha de decirse que mucho más se diferencia la muerte del caballero del pavor que ella le ocasiona al hombre contemporáneo. Y es que a la conciencia moderna, negadora de lo trascendente y desacralizada, la muerte le sabe a fin absoluto, a término irrevocable, más que a paso a la vida eterna. Es lo que señalaba aquél hidalgo español respondiendo a los rojos que hacían sangrar a España: "Yo tenía diez hijos. La mayor, que era toda mi ilusión, ha muerto. Pero yo espero verla el día de la Resurrección de la Carne. Yo no hago otra cosa que esperar. Pero cuando veo que vuestra doctrina enseña que, entre los restos de mi hija muerta que aguarda la Resurrección de la Carne y los de la carroña de un buey, no hay ninguna diferencia, yo os digo: mientras haya hijos que mueran y padres que esperan se rebelaran contra vosotros."

Así como el caballero de antaño no le temía a la muerte sino a la vida deshonrosa, manchada por la tristeza de la traición, la cobardía o la pérdida del decoro; el hombre de hoy pierde honra, traiciona y se acobarda con tal de defender una vida que sólo parodia el esforzado peregrinar que el Señor nos señala. Hoy se prefiere, en suma, vivir a toda costa, aún perdiendo las razones de vivir.

Pero el verdadero cristiano, el cristiano del Evangelio como decía el P. Emmanuel, sabe con el justo Job que "milicia es la vida del hombre sobre la tierra" y que de nada vale vivir si se muere en la cobardía a cada paso. Porque el caballero católico de hoy, igual que el de ayer, se niega a ese "frenesí pacifista" que se ha apoderado del cristiano medio al que "ya no se le escuchará mentar siquiera la obligación del Buen Combate" y que, sobreviviendo en "un desordenado afecto por la propia vida (...) ha terminado colocando a la subsistencia como valor supremo. (10)

La vida, si es vivida Dios manda, no puede ser más que tránsito hacia la eternidad. Por eso al caballero cristiano, al de antaño y al de hogaño, le cabe a la perfección aquello del Apóstol de los Gentiles: "Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos" (Rom. 14,8; Flp. 1,20)

Sebastián Sánchez

Tomado de Revista Arbil nº 81

Notas

(1).- Manuel GARCÍA MORENTE: Idea de la Hispanidad, Madrid, Espasa Calpe, 1961, p.65
(2).- Romano GUARDINI: La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida, Buenos Aires, Lumen, 1994, p. 32.
(3).- Alonso de ERCILLA Y ZUÑIGA: La Araucana, México, Porrúa, Libro I , Canto XIV
(4).- Citado por Gabriel GUARDA: Los laicos en la cristianización de América, Santiago, Nueva Universidad, 1973, p. 183.
(5).- Jaime EYZAGUIRRE: Hispanoamérica del dolor y otros estudios, Madrid, ICI, 1979, pp. 49-50.
(6).- Joaquín GARCÍA ICAZBALCETA: Fray Juan de Zumárraga. Primer Obispo y Arzobispo de México, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, p. 39.
(7).- Ignacio B. ANZOÁTEGUI: "Mendoza o el héroe", en: Tres ensayos españoles, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, p. 9.
(8).- Alonso de ERCILLA Y ZUÑIGA: La Araucana, México, Porrúa, Libro II, Canto XXII.
(9).- Alfredo SÁENZ Sj: La caballería. La fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, Buenos Aires, Gladius, 1991, p.175-176.
(10).- Antonio CAPONNETTO: El deber cristiano de la lucha, Buenos Aires, Scholastica, 1992, p.21.

2 comentarios:

ErmitañoUrbano dijo...

Felicitaciones por el blog. Muy buena doctrina. A no abandonar el buen combate. Dios los bendiga.

Cruzamante dijo...

Muchas gracias, Ermitaño urbano, al modo de Castellani.
Los comentarios hacen que uno tenga más ganas de seguir.
Un abrazo
Suyo en Xto.
Cruzamante.