POR JUAN MANUEL DE PRADA
CON esta leyenda, «Dic Ecclesiae», titula Leonardo Castellani una serie de epístolas ásperas y vigorosas, tal vez también algo imprudentes o temerarias, dirigidas a sus hermanos jesuitas de la provincia argentina, en las que denuncia los vicios que ha detectado en la Compañía. La leyenda remite a aquel pasaje del Evangelio de San Mateo en donde Cristo aconseja la corrección fraterna: «Si tu hermano peca, repréndelo entre tú y él solo; si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía un hombre o dos, para que por boca de dos testigos o tres todo asunto quede zanjado. Si a ellos no escucha, díselo a la comunidad». Esto es: díselo a la Iglesia. Aquellas cartas de Castellani fueron consideradas sediciosas por el Superior General de la Compañía, que decretaría su expulsión de la Orden, allá por 1949. Se suceden entonces años amargos, una noche oscura del alma en la que sin embargo Castellani nunca ceja en su fe, ni se resigna a dejar de ser sacerdote. En 1953, un escritor argentino de adscripción comunista, Leónidas Barletta, escribe desde la admiración una carta a Castellani en la que le dice: «Restitúyase usted a la vida civil. Basta ya de obediencia a viejos carcamales (...). Usted debe poner término a sus sufrimientos, y romper con su novia. -Barletta se refiere, claro está, a la Iglesia-. Le aguarda el mundo, como un gran estadio donde usted puede probar su fuerza y su destreza en practicar el bien, que es, al fin de cuentas, todo lo que Dios aprueba, venga del budismo, del comunismo o del catolicismo, que hace rato ha perdido el rastro de las buenas acciones, preocupado por los detalles de su predominio político, que a ningún cristiano interesa».
Castellani responde a Barletta con una larga carta en la que prueba su temple de acero; una carta arrebatadamente hermosa que podría servir de guía a cualquier católico atribulado por la desesperanza o por la tentación de alejarse de la Iglesia. «Tengo fe en Cristo y en la Iglesia por Él fundada, que creo indestructible», escribe en cierto pasaje. Y más adelante: «La Iglesia que se equivocó conmigo (aun humanamente hablando) es la burocracia impersonal de los malos pastores; la Iglesia a la que sigo amando y perteneciendo es la Iglesia personal y viviente de los que aún tienen fe, y viven su fe en la caridad. Las dos están unidas (siempre lo han estado, trigo y cizaña) pero son opuestas en sí mismas; mas no podemos separarlas nosotros, pues según Nuestro Señor las separarán los segadores en el tiempo de la siega. (...) Es el mismo caso de Cristo con la Sinagoga. Cristo no se salió de la Sinagoga (la Sinagoga lo arrojó) porque ella era la depositaria no practicante de la Fe y la Ley verdadera. Luchó dentro de ella hasta la muerte contra los abusadores de la Ley -los fariseos-. Si Cristo por despecho se hubiese hecho saduceo, o herodiano, o gentil, les hubiese dado un placer fantástico a sus encarnizados enemigos».
Por despecho, también Castellani se ha visto tentado de renegar de la obediencia a esos «viejos carcamales». Y confiesa que han sido muchos los que, como Barletta, le han exhortado a abandonar la Iglesia. Pero Castellani sabe que este impulso provocado por el despecho es tentación; y decide seguir luchando dentro de la Iglesia, como Cristo luchó dentro de la sinagoga. Quizá compararse con Cristo pueda parecer presunción y arrogancia, reconoce Castellani. «Sin embargo -apostilla-, el Evangelio, San Pablo y Tomás de Kempis nos imponen la obligación de compararnos constantemente con Jesucristo; y en eso consiste el ser cristiano. ¡Tremenda obligación!». Y entonces intercala Castellani una frase que no sé si será cita tomada de algún autor francés o mero recurso de políglota: Il faut souffrir non seulement pour l´Eglise, mais par l´Eglise. Es necesario sufrir, por pertenecer a la Iglesia, los ataques de sus enemigos; pero también es necesario sufrir el dolor que la propia Iglesia nos inflige y permanecer en su obediencia. En esto consiste ser católico, que no es otra cosa sino ser signo de contradicción en el mundo, y aun en el seno de la propia Iglesia.
¡Admirable Castellani! En algún artículo anterior he escrito que descubrir a este escritor argentino, tan injustamente olvidado, ha sido para mí un deslumbramiento. Ahora también puedo decir que su lectura es mi mejor consuelo en horas de tribulación.
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