por Rafael Gambra
Érase un buitre que me picoteaba los pies. Estoy indefenso porque es muy poderoso y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificarle los pies, que los tengo ya destrozados”. F. Kafka.
Señora mía, veo que no entendéis los tiempos presentes: lo hecho, hecho está, y procuradnos pues novedades porque sólo lo nuevo llama ya nuestra atención. J. W. Goethe (El Diablo, en Fausto).
La reacción vitalista y existencial con que se inició el siglo xx constituyó, sin duda, un importante paso hacia una visión coherente y verdadera del universo. El espiritualismo y el pensar metafísico que durante los últimos siglos se mantuvieron a la defensiva frente a los ataques del materialismo, del determinismo -de la orgullosa concepción racionalista en suma-, parecieron durante la primera mitad del xx tomar la ofensiva y penetrar resueltamente en el propio camino de las ciencias físico-naturales. Si a principios de siglo los filósofos se disculpaban de serlo y procuraban aparecer como científicos experimentales, a mediados del mismo los científicos tenían que ser filósofos y hacían culminar sus obras en un capítulo filosófico, a menudo espiritualista. La crisis del racionalismo positivista supuso la remoción de un gran obstáculo que se oponía a la búsqueda abierta y sincera de la verdad. Era como un cristalino colocado ante las inteligencias, que orientaba su acción en un sentido cuya radical inadecuación se puso de manifiesto.
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