Enviado por María Luz López Pérez (corresponsal española). Largo, pero esclarecido y esclarecedor.
Muchas gracias, una vez más.
Por José LOIS ESTÉVEZ.
Tomado de RAZÓN ESPAÑOLA, núm. 34, marzo 1989
I. LA EDUCACIÓN COMO FIN POLÍTICO
1. El credo pedagógico de filiación política.
Una de las concepciones más en boga sobre la educación está determinada por el propósito latente de convertirla en instrumento político.
Resulta una incidencia o un corolario de la tentación absolutista inherente a los incentivos psicológicos que mueven a los gobernantes.
El apetito de poder lleva, en efecto, a los políticos a organizar las cosas de tal modo que puedan asegurarse la mayor discrecionalidad y la perpetuación de su hegemonía. Pronto descubren que la inducción de hábitos, consubstancial a la educación, es la mejor arma que les cabe para conseguir ese objetivo primordial. Y la convierten, así, en el medio, más o menos solapado, para mantener el statu quo.
Tradición y conservadurismo son entonces sus tácitas consignas. El político, por supuesto, no se descara hasta el punto de hacer patentes los verdaderos móviles que lo impulsan. Impersonaliza sus hechos y los presenta en la sociedad como inspirados por la más aséptica conveniencia pública, aunque sea él —huelga decirlo— su infablible definidor e intérprete. Lo que se predica con profusión debidamente orquestado y aderezado por las sabias técnicas de los Ministerios de Información o Propaganda, es que la educación, para merecer este nombre, debe cumplir el cometido de hacer al ser humano útil en grado máximo al Estado o a la comunidad; pero, entre líneas, hay que leer —y los hechos lo prueban— que el hombre educado según las consignas políticas es el que se conduce con servil docilidad a los fines particularísimos que se han propuesto los gobernantes.
La teoría individualista de la educación, antipodalmente opuesta a la que estamos exponiendo, suele presentarse por los que mantienen este antagónico punto de vista, como una consagración del egoísmo y de las miras estrechas, mientras que su antítesis (la «teoría» defendida por ellos) representa el sentir altruista, noble y progresivo.
Una de las concepciones más en boga sobre la educación está determinada por el propósito latente de convertirla en instrumento político.
Resulta una incidencia o un corolario de la tentación absolutista inherente a los incentivos psicológicos que mueven a los gobernantes.
El apetito de poder lleva, en efecto, a los políticos a organizar las cosas de tal modo que puedan asegurarse la mayor discrecionalidad y la perpetuación de su hegemonía. Pronto descubren que la inducción de hábitos, consubstancial a la educación, es la mejor arma que les cabe para conseguir ese objetivo primordial. Y la convierten, así, en el medio, más o menos solapado, para mantener el statu quo.
Tradición y conservadurismo son entonces sus tácitas consignas. El político, por supuesto, no se descara hasta el punto de hacer patentes los verdaderos móviles que lo impulsan. Impersonaliza sus hechos y los presenta en la sociedad como inspirados por la más aséptica conveniencia pública, aunque sea él —huelga decirlo— su infablible definidor e intérprete. Lo que se predica con profusión debidamente orquestado y aderezado por las sabias técnicas de los Ministerios de Información o Propaganda, es que la educación, para merecer este nombre, debe cumplir el cometido de hacer al ser humano útil en grado máximo al Estado o a la comunidad; pero, entre líneas, hay que leer —y los hechos lo prueban— que el hombre educado según las consignas políticas es el que se conduce con servil docilidad a los fines particularísimos que se han propuesto los gobernantes.
La teoría individualista de la educación, antipodalmente opuesta a la que estamos exponiendo, suele presentarse por los que mantienen este antagónico punto de vista, como una consagración del egoísmo y de las miras estrechas, mientras que su antítesis (la «teoría» defendida por ellos) representa el sentir altruista, noble y progresivo.
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