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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

12 de septiembre de 2008

Las gafas de Castellani


por Juan Manuel de Prada




Tengo un amigo porteño muy querido, Fabián Rodríguez Simón, lector omnívoro y librepensador recalcitrante, con quien me gusta enzarzarme en arduas (y broncas) disputas teológicas, cada vez que nos reunimos en Buenos Aires.


En cierta ocasión, mientras pasábamos revista a los grandes escritores católicos del siglo XX, de Chesterton a Lewis, de Bloy a Tolkien, mi amigo incorporó a la lista el nombre de un compatriota del que no tenía noticia (y eso que me precio de conocer a fondo la literatura argentina): Leonardo Castellani.

Confesé que jamás había oído hablar del tal Castellani; mi amigo, tras zaherirme y declararse escandalizado, me procuró unos cuantos libros suyos, repescados de los tumultuosos estantes de su biblioteca. Nunca se lo agradeceré bastante: Leonardo Castellani (Santa Fe, 1899-Buenos Aires, 1981) es un escritor extraordinariamente vigoroso, dotado por igual para la diatriba y el pensamiento sentencioso, la sátira y la exégesis bíblica, con un estilo que nace de manantiales cervantinos para discurrir, en arrebatado torrente, por todos los géneros: novela y ensayo, poesía y crítica literaria, cuento policial y artículo de prensa.

Apasionado polemista, formidable detractor de la modernidad, poeta con un áspero ramalazo profético, profeta con un ensimismado ramalazo lírico, Castellani es sobre todo un campeón de la ortodoxia, única forma posible de heterodoxia en nuestra época.

Disfruté como un enano leyendo a Castellani, y espero seguir disfrutando por mucho tiempo, pues localizar algunas de sus obras, de tan recónditas y postergadas por la desidia editorial, es tarea propia de sabuesos. En mi existencia de lector he saboreado muchos deslumbramientos; pero nunca el tamaño de ese deslumbramiento había sido tan gigantesco, en comparación con el diminuto reconocimiento de un autor.

Castellani se distinguió siempre por sostener –y no enmendar– aquellas posturas estéticas, filosóficas o religiosas que los repartidores de bulas del cotarro cultural han decidido anatemizar; y esta vocación felina de singularidad lo ha expulsado a esos arrabales de descrédito donde la moderna censura del pensamiento hegemónico sepulta a quienes tienen la gallardía de llevar la contraria sin desmayo. En honor a la verdad, esta condena en muerte no es demasiado diversa a la que padeció en vida: expulsado de la Compañía de Jesús, Castellani sufrió todo tipo de iniquidades y tropelías, hasta morir, viejo y achacoso, sin más refugio que su fe montaraz y la lealtad acérrima a sus dos vocaciones, tan íntimamente desposadas entre sí: la sacerdotal y la literaria.
Hace unos días, invitado por el Colegio Mayor Universitario San Pablo en Madrid, hablé a unos jóvenes del descubrimiento gozoso de Castellani. Descubrí entonces, con sorpresa y júbilo, que había entre ellos un par de argentinos que compartían mi devoción por aquel cura quijotesco y trabucaire. Ambos eran hijos de discípulos de Castellani, hombres que habían compartido las tribulaciones del maestro y lo habían acompañado en los años de la tribulación (que fueron casi todos), cuando apenas encontraba quien editara sus libros.

Uno de esos jóvenes, Mariano Jora, me confió que en su habitación guardaba, a modo de reliquia, las fatigadas gafas que Leonardo Castellani gastó en sus postrimerías, antes de cerrar los ojos, o de abrirlos a la única Gloria que persiguió en vida. Le rogué a Mariano, con secreto temblor y rendido alborozo, que me las mostrara; y Mariano corrió a su habitación para traérmelas.

Eran unas gafas de montura pobretona, unas gafas tan menesterosas que parecían como en parihuelas o cabestrillo, con las patillas flojas y liadas de esparadrapos costrosos. Eran las gafas de un hombre que vive en el alambre de la pura supervivencia, las gafas de un hombre que no tiene dinero para cambiárselas, las gafas de un hombre que ni siquiera piensa en cambiárselas, porque ha hecho de la pobreza su escuela, su avío, su consuelo, su nobleza, su más íntima sustancia. Me quedé mirándolas un largo rato, con emoción compungida, como si en aquellas gafas se cifrase una dolorosa enseñanza moral.

Y pensé que aquellas gafas casi mendicantes, testimonio de una vida de privaciones e infortunios, eran también la metáfora de una época miope que gasta a sus mejores hombres sin siquiera reparar en ellos, demasiado engolfada en modas y vanidades filibusteras. Pero está de Dios que Leonardo Castellani sea redescubierto: con que sólo una de las personas que lean este artículo rebusque sus libros y se asome a sus páginas, picada por el gusanillo de la curiosidad, seré el hombre más feliz de la Tierra.

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