Por el R.P. Julio Meinvielle
CAPÍTULO II
DE LA CIUDAD CATÓLICA A LA CIUDAD COMUNISTA
l comunismo no puede ser entendido ni doctrinaria ni históricamente si no se establece un punto de referencia con el cual compararle. Este punto puede ser el cristianismo, el hombre, la sociedad burguesa o cualquier otro que quiera tomar la casi infinita consideración humana. Se logrará así de él, según el caso, una inteligencia más o menos verdadera y completa. Pero el único punto que proporciona sobre él una luz verdadera y completa es el de la Ciudad Católica. Porque éste es el de la sociedad elaborada de acuerdo al plan de Dios, en la Providencia actual, el único que satisface plenamente los designios de Dios y las aspiraciones del hombre. Cuando el hombre entiende cómo debe ser la ciudad terrestre, en qué forma ha de estructurarse y hacia qué fin ha de ordenarse, entiende también cuán perversa, absurda y nefasta es la ciudad comunista, que contraría de tan radical modo los derechos de Dios y las exigencias del hombre.
No ha de faltar quien encuentre peregrino este concepto de Ciudad Católica, como si fuera una novedad caprichosa, enunciada arbitrariamente. No hay tal. Es un concepto que aparece en el magisterio y en el pensamiento ordinario de la Iglesia a veces no con este nombre, sino con el más común de Civilización Cristiana. San Pío X, en el importante documento Notre Charge Apostolique, del 25 de agosto de 1910, sobre la democracia cristiana de Le Sillon, lo registra en un párrafo de singular energía, que dice así: “Hay que recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual, en que cada individuo se convierte en doctor y legislador. No, venerables hermanos, no se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la Civilización Cristiana. Es la Ciudad Católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre los fundamentos naturales y divinos de los ataques siempre nuevos de la utopía moderna, de la Revolución y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”.
A la luz de la Ciudad Católica vamos, pues, a estudiar la utopía comunista. La Ciudad Católica alcanzó su momento de plenitud histórica en el siglo XIII, cuando la sabiduría culminó con Santo Tomás de Aquino, cuando la prudencia política logró forma maravillosa con San Luis, rey de Francia, cuando el arte se iluminó en el pincel del Beato Angélico. Unos siglos después, la Revolución anticristiana rompe la unidad de la Ciudad Católica. Y se inicia un proceso de degradación que alcanza cada vez capas más profundas de la ciudad, amenazándola con una ruina y muerte total. El comunismo significa esta ruina y muerte total de la Ciudad Católica. De triunfar en forma definitiva y permanente – si Dios lo permitiere –, se sumergiría en un naufragio total la Ciudad Católica.
Adviértase que decimos la Ciudad Católica, y no el cristianismo o la Iglesia Católica. Esta, que es indefectible, en virtud de la promesa de asistencia de Cristo, podrá seguir viviendo, y con alta fuerza del Espíritu, en el corazón de muchas almas escogidas, así, poco más o menos, como persevera viviendo el catolicismo en la Rusia soviética o en China comunista. Habría catolicismo, pero no habría Ciudad Católica.
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