por Ismael Medina
Tomado de Vistazo a la Prensa
Tomado de Vistazo a la Prensa
a Vía Dolorosa de Jersusalén, aquélla por la que discurrió Jesús hacia la Crucifixión, la caminé en dos ocasiones excepcionales que me dejaron huella: una, a empellones de la multitud y de la Legión Arabe, tras de Pablo VI; y la otra, junto a Luís Calvo, uno de nuestros grandes periodistas del siglo XX, y bajo escolta de Tsahal, horas más tarde de que la parte palestina de la ciudad fuera conquistada por Israel. Cada Semana de Pasión se me viene a la memoria el recuerdo imborrable de aquellas dos lejanas experiencias en que se mezclaron exigencias profesionales y profundos anclajes de fe. No es ocasión de relatar lo que ya escribí de uno y otro acontecimientos. Tampoco de reverdecer el recuerdo de lo que sentí y pensé. Las experiencias religiosas personales, aún más que las del amor largamente compartido, son caudales que se guardan en el arcón más íntimo de la memoria y que se van con uno cuando se traspone la indefinible cortina del misterio, que es la muerte.
Lo he repetido más de una vez, tomándolo del título de un libro del italiano Silone que exige conturbadora meditación: “Dios es un riesgo”. También lo es la vida desde su comienzo hasta su final. Un doble y trenzado riesgo entre realidad y trascendencia. Entre lo aprehensible y la esperanza presentida de que también hay vida más allá de la muerte. De encontrar sentido a lo que es inaccesible para metros de razón. A nuestras propias vidas como opción de libertad para enderezar o torcer los caminos a recorrer hasta un obligado final que para unos conduce a la nada y para otros trasciende a nueva vida.
Vivir la Semana Santa, la Semana de Pasión, y su final en la Pascua de Resurrección, exige ahondar más allá de la reproducción imaginera y nazarena del Vía Crucis de Jesús desde su festejada entrada en Jerusalén, bajo palmas de paz, hasta la expiración de su último aliento humano en la Cruz. Nos reclama también revivir, en íntimo diálogo con nosotros mismos, la singularidad del Via Crucis personal, con sus luces y sus sombras, sus gozos y sus pesadumbres. Y también el de nuestra Iglesia en los dos milenios transcurridos desde que Jesús, trasunto humano de Dios, vino para mostrarnos un camino espinoso de salvación.
DE CUANDO LA REPÚBLICA QUISO ELIMINAR LA SEMANA SANTA
ANDABA embebido en estas meditaciones cuando me llegó desde Cuenca, enviado por un leal amigo, un ejemplar del “Cuaderno de Semana Santa. 2009”, editado por la Real, Antiquísima, Ilustre y Venerable Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno de El Salvador, la parroquia en que fui bautizado . Y cuyas campanas doblan a muerto en la noche de Difuntos, bajo un cielo quebradizo de tan gélido, con una acompasada tristeza que de ningunas otras campanas escuché jamás tan sobrecogido. De las partes que componen el libro me ha interesado especialmente, por lo que encierra de proyección sobre nuestra cruda realidad actual, la titulada “Las manifestaciones públicas de culto durante el primer bienio republicano: el caso de la Semana Santa de Cuenca”, que firma Juan Carlos Peñuelas Ayllón. Un sólido y objetivo estudio de la colisión entre el empeño laicista de la II República en erradicar la fe católica de la sociedad y la resistencia a someterse del cuerpo social mayoritario, no sólo de los creyentes más fervorosos. Aporta Peñuelas, como respaldo a lo que sucedió, la fotocopia de documentos que se cruzaron entre las autoridades republicanas y la Hermandad hasta el logro de la autorización oficial para el desfile procesional del paso de Jesús de El Salvador. Y algunos otros igualmente expresivos, entre ellos un oficio del alcalde que prohibía la asistencia a los concejales, salvo los que él designara, si lo consideraba oportuno. También ilustra sobre el intento de un grupo izquierdista de cerrar el paso a la procesión mediante el uso de la violencia. Hubo enfrentamientos. Pero la energía de los penitentes y del público hizo posible que continuara el desfile procesional. La fuerza policial actuó con escaso entusiasmo. A que se doblegara la resistencia de las autoridades republicanas contribuyó, y no poco, la presión de comerciantes y hosteleros que se beneficiaban del atractivo que representaban las procesiones de Semanas Santa para el arribo de forasteros. Un positivo reflejo de la harto más consistente resistencia a las prohibiciones que se registró en ciudades con una Semana Santa de gran renombre, como la de Sevilla. Y asimismo el temor a perder votos en sectores populares de la izquierda para un buen número de los cuales, aún no siendo practicantes, sentían una emotiva devoción hacia las imágenes de determinadas Hermandades.
DE CÓMO EL 14 DE ABRIL DE 1931 COMENZÓ EL VIA CRUCIS PARA LA IGLESIA EN ESPAÑA
EL 14 de abril de 1931, no es ocioso recordarlo, signó el comienzo de un largo Via Crucis para la Iglesia católica en España que culminaría con el terrible Gólgota de infinidad de cruces de mártires entre 1936 y 1939. El laicismo cultural y político predicado desde plataformas intelectuales lo convirtieron los partidos y sindicatos de izquierda en odio visceral a Dios y a la Iglesia católica, trufado con la impregnación en las masas de un enfurecido anticlericalismo. El laicismo liberalista sembrado por intelectuales de renombre sería barrido por la siembra iconoclasta de la masonería, el marxismo y del anarquismo. El Gran Oriente de España introdujo en la Constitución de 1931 un radical laicismo de corte jacobino. La Iglesia católica era el objetivo a batir. Y ya en mayo conocieron Madrid y otras ciudades incendios, saqueos y profanaciones de templos. La Constitución había abierto las puertas a la ferocidad antirreligiosa, la cual adquiriría dimensiones trágicas con la revolución de octubre de 1934, prólogo y ensayo de la dantesca de 1936 en adelante. La prohibición de las celebraciones públicas de la Semana Santa no se hizo esperar. La presión social forzó al gobierno a levantar la mano. Pero con la exigencia de que cada manifestación religiosa pública debiera ser autorizada a su arbitrio por la autoridad gubernativa. El gobierno republicano también se dio de inmediato a promulgar toda una suerte de leyes que chocaban frontalmente con principios básicos de la religión católica o destinados a erradicar su influencia en la sociedad. La orden, por ejemplo, de retirada del Crucifijo o de cualesquiera otros símbolos cristianos en la instituciones públicas y, de manera específica, en los centros de enseñanza. Los resultados de las elecciones de 1933, que dieron el triunfo por mayoría relativa a la CEDA, supusieron un respiro para la Iglesia y para los católicos, aunque no amainaron las tensiones. Es innecesario recordar que partidos y sindicatos de izquierda, por boca de sus máximos dirigentes, amenazaron con la conquista revolucionaria del poder, a sangre y fuego, si la derecha accedía electoralmente al gobierno. ¡Y vaya si lo cumplieron!.
El Vía Crucis litúrgico de esta Semana Santa y la meditación en cada una de las Estaciones me indujeron a rememorar cómo vivimos chicos y grandes el trágico Via Crucis una Iglesia perseguida y catacumbal, en zona roja. Se cumplió aquello de que, años más tarde, nos alertaba el padre Llanos en una de las homilías de la Misa que oficiaba en una sala del diario “Arriba”, con dispensa episcopal, después de que el reloj marcara las doce horas de la noche del sábado: que la Iglesia se purifica, fortalece y santifica en tiempos de persecución y de martirio; y que la fe se relaja en periodos de triunfo.
DE CUANDO SER CATÓLICO PODÍA CONDUCIR AL MARTIRIO
SE haría interminable el relato de lo que presencié y conocí durante aquel Via Crucis iniciado ya en 1931 y consumado entre 1936 y 1939. No me refiero sólo a los que afrontaron el martirio con la afirmación de su fe y el perdón a los que integraban los pelotones de ejecución. Y tantas veces tras de brutales torturas e infamantes vejaciones. Aludo a esa multitud de fieles que mantuvieron intacta su fe y, de la manera que les era posible, cumplían los deberes religiosos a despecho del peligro que implicaba, fuera por delaciones, sospechas o inesperados registros. Se daba asilo a religiosas escapadas de otras provincias como si fueran parte de la familia. Sacerdotes venidos de fuera bajo apariencia de funcionarios o burócratas en oficinas militares, celebraban Misas clandestinas, administraban los Sacramentos, bautizaban, oficiaban matrimonios y asistían a los moribundos. Se rezaba el Rosario en familia, casi susurrado para que no trascendiera de puertas y ventanas afuera. Tampoco faltaron hombres y mujeres que afrontaron a cara descubierta prohibiciones, presiones e insultos a sabiendas de que podía costarles la cárcel e incluso la muerte. Crecí en aquel ambiente enloquecido, resuelto a crucificar de nuevo a Cristo y, como en tiempos de Roma, de la revolución francesa, de la revolución bolchevique o de los revolucionarios masones de Méjico, a terminar con sus seguidores. Un dura y permanente tensión psicológica para quienes por edad, que era mi caso, nos veíamos forzados a confrontar el ambiente que nos rodeaba en la calle y el religioso de nuestras familias. Ruptura tentadora de frenos morales de puertas afuera de nuestras casas y exigencia de fidelidad al mensaje evangélico de puertas adentro. La impregnación de las llamadas revolucionarias que prometían la liberación del proletariado oprimido frente al exterminio de los ricos, identificados como el todo de la Iglesia, pero que alcanzaba también a las clases medias e incluso a los de la clase obrera que eran católicos. Nos movíamos entre las ensangrentadas vaharadas del odio a Dios y el mensaje de amor de ese mismo Dios que nos inculcaban en casa. Tardaría años en percibir que ese mismo y angustiado dilema fue el que condujo hacia la primitiva Falange Española a tantos jóvenes de clase media y obrera, procedentes muchos de ellos de formaciones políticas y sindicales de izquierda. En comprender que el atractivo de José Antonio Primo de Rivera para ellos radicó en hacer positiva síntesis de lo contradictorio en que braceaban y alcanzaría su paroxismo durante la guerra. Fue sin duda la causa de la conmoción emocional que me produjo, una vez terminada la contienda, la lectura solemne de la Oración por los Caídos en un acto de las Organizaciones Juveniles. Pretendía explicar con todo lo anterior que la fe se conjuga y aprieta durante tiempos de persecución en torno a lo esencial del mensaje de Cristo, de la dogmática de la Iglesia y de prescripciones litúrgicas. También, por supuesto, de la dimensión del pecado en cuanto transgresión de los preceptos divinos y de que el perdón hemos de ganarlo a pulso con nuestras conductas. Y, asimismo, de que Dios es amor y amor es caridad. El meollo del Primer Mandamiento que nos exige “amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo”. Hay que haber vivido tiempos de ruda persecución para ahondar hasta el tuétano de su contenido.
DE COMO EL ENEMIGO APRENDIÓ LA LECCIÓN Y NOSOSTROS NO
EL traslado de aquellas lejanas vivencias al hoy perentorio me conduce a la convicción de que el enemigo aprendió la lección y nosotros no. Ahora no se queman iglesias ni se asesina a los creyentes. Pero asistimos a una nueva persecución, harto más insidiosa y perversa que la puesta en práctica desde el mismo día de la proclamación de la II república. Una izquierda recrecida y fiel como antaño a los dictados del iluminismo, junto a una derecha que ha perdido sus señas de identidad y trampea para subsistir en el sistema con esenciales valores morales, admitiendo de manera implícita o explícita en ocasiones, que son contrarios a la idolatría de una democracia falseada y subvertida en sus mismos cimientos. Es también presa del relativismo. ¿O acaso puede admitirse desde principios cristianos, por ejemplo, que el aborto es válido en determinados supuestos y no en otros? ¿O que una supuesta corrección democrática nos veda reaccionar en defensa de la fe y de nuestras creencias asediadas y asaltadas como es el caso de quienes, desde el propio seno de la comunidad cristiana, caen en la trampa del enemigo y consideran inconveniente la campaña eclesial contra el crimen abortivo y que, personalmente o en los tronos procesionales, exhibamos el lazo blanco como expresión de nuestro repudio? ¿O que hagamos causa común con los tentáculos del poder iluminista asumiendo la falsificación interesada de las enseñanzas pontificias y, en concreto, de las palabras de Benedicto XVI en África sobre la castidad y la fidelidad matrimonial para afrontar la endemia del Sida?
Cada quien es libre de asumir o transgredir los principios de la fe y los condicionamientos que conllevan. Pero siempre será deshonesto, cuando menos, tratar de modificarlos a su gusto para eludir el aguijonazo espiritual de la culpa. Ya está anunciado que el gobierno Rodríguez, remendado con hilachas de radicalismo mediocrático, pondrá mayor énfasis, o cínico descaro, en barra libre para el crimen abortivo y en una nueva ley de “libertad religiosa”, encaminada a acentuar el cerco de la Iglesia católica. Algunos dirán que se trata de nuevas maniobras de distracción para esconder tras cortinas de polémica la gravedad del hundimiento económico y social y su impotencia para hacerle frente con racionalidad y realismo. Se equivocan. Permanecen invariables los fundamentos de la estrategias marcada por los poderes ocultos que, contra todo pronóstico, llevaron Rodríguez a la secretaría general del P(SOE), primero, y luego a la presidencia del gobierno: envilecimiento de la sociedad como premisa indispensable para convertirla en piara de cerdos y facilitar el arrumbamiento de la Iglesia católica como referencia de lucha por la libertad y la autoestima; liquidación del soporte histórico y cultural del catolicismo como supuesto de la unidad de España y de sus glorias pasadas en cuanto referencia para la recuperación; descomposición moral de las Fuerzas Armadas y su jibarización para neutralizar su eventual capacidad para cumplir el deber de salvación nacional que les encomienda el artículo octavo de la constitución; y la desmembración de España como pactada y obligada desembocadura.
DE COMO HEMOS DE ESCANDALIZAR CON LA VERDAD
TIEMPO atrás, y enlazo con lo escrito en “Cuadernos de Semana Santa” a que me refería al comienzo, circuló la noticia de que el gobierno secesionista de Cataluña, a instancias de ERC, un retorno a los tiempos de Companys, preparaba una ley de libertad religiosa en virtud de cuyas previsiones no se podrían abrir iglesias ni celebrar actividades religiosas fuera o dentro de los templos sin el permiso de la autoridad municipal, la cual podría decretar asimismo el cierre de iglesias. ¿Un globo sonda para tantear la capacidad de reacción de los católicos o un anticipo de la ley de “libertad religiosa” anunciada por Rodríguez? Estamos de vuelta por quien se proclamó “rojo” al modelote protervo laicismo que vivimos en la II y III Repúblicas. No deben engañarnos las apariencias de eso que se ha dado en llamar “normalidad democrática”. Metodología y objetivos son los mismos, aunque, al menos por ahora, no hagan sangre los puñales y las balas. Cometeremos un gravísimo error, amén de traición a la fe y a España, si no admitimos que la Iglesia y los creyentes vivimos un nuevo tiempo de persecución, de Via Crucis, y no asumimos el ejemplo de aquellos otros que ya transitaron el de los años treinta. Jesús nos enseñó a escandalizar con la Verdad.
Ha llegado la hora de que recojamos la antorcha de su Verdad y escandalicemos con ella aunque nos aguarde lo más duro del Via Crucis. Y conscientes de que al final de esa purificadora Vía Dolorosa nos aguarda, si sabemos ganarla, la Pascua de Resurrección.
DE CUANDO SER CATÓLICO PODÍA CONDUCIR AL MARTIRIO
SE haría interminable el relato de lo que presencié y conocí durante aquel Via Crucis iniciado ya en 1931 y consumado entre 1936 y 1939. No me refiero sólo a los que afrontaron el martirio con la afirmación de su fe y el perdón a los que integraban los pelotones de ejecución. Y tantas veces tras de brutales torturas e infamantes vejaciones. Aludo a esa multitud de fieles que mantuvieron intacta su fe y, de la manera que les era posible, cumplían los deberes religiosos a despecho del peligro que implicaba, fuera por delaciones, sospechas o inesperados registros. Se daba asilo a religiosas escapadas de otras provincias como si fueran parte de la familia. Sacerdotes venidos de fuera bajo apariencia de funcionarios o burócratas en oficinas militares, celebraban Misas clandestinas, administraban los Sacramentos, bautizaban, oficiaban matrimonios y asistían a los moribundos. Se rezaba el Rosario en familia, casi susurrado para que no trascendiera de puertas y ventanas afuera. Tampoco faltaron hombres y mujeres que afrontaron a cara descubierta prohibiciones, presiones e insultos a sabiendas de que podía costarles la cárcel e incluso la muerte. Crecí en aquel ambiente enloquecido, resuelto a crucificar de nuevo a Cristo y, como en tiempos de Roma, de la revolución francesa, de la revolución bolchevique o de los revolucionarios masones de Méjico, a terminar con sus seguidores. Un dura y permanente tensión psicológica para quienes por edad, que era mi caso, nos veíamos forzados a confrontar el ambiente que nos rodeaba en la calle y el religioso de nuestras familias. Ruptura tentadora de frenos morales de puertas afuera de nuestras casas y exigencia de fidelidad al mensaje evangélico de puertas adentro. La impregnación de las llamadas revolucionarias que prometían la liberación del proletariado oprimido frente al exterminio de los ricos, identificados como el todo de la Iglesia, pero que alcanzaba también a las clases medias e incluso a los de la clase obrera que eran católicos. Nos movíamos entre las ensangrentadas vaharadas del odio a Dios y el mensaje de amor de ese mismo Dios que nos inculcaban en casa. Tardaría años en percibir que ese mismo y angustiado dilema fue el que condujo hacia la primitiva Falange Española a tantos jóvenes de clase media y obrera, procedentes muchos de ellos de formaciones políticas y sindicales de izquierda. En comprender que el atractivo de José Antonio Primo de Rivera para ellos radicó en hacer positiva síntesis de lo contradictorio en que braceaban y alcanzaría su paroxismo durante la guerra. Fue sin duda la causa de la conmoción emocional que me produjo, una vez terminada la contienda, la lectura solemne de la Oración por los Caídos en un acto de las Organizaciones Juveniles. Pretendía explicar con todo lo anterior que la fe se conjuga y aprieta durante tiempos de persecución en torno a lo esencial del mensaje de Cristo, de la dogmática de la Iglesia y de prescripciones litúrgicas. También, por supuesto, de la dimensión del pecado en cuanto transgresión de los preceptos divinos y de que el perdón hemos de ganarlo a pulso con nuestras conductas. Y, asimismo, de que Dios es amor y amor es caridad. El meollo del Primer Mandamiento que nos exige “amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo”. Hay que haber vivido tiempos de ruda persecución para ahondar hasta el tuétano de su contenido.
DE COMO EL ENEMIGO APRENDIÓ LA LECCIÓN Y NOSOSTROS NO
EL traslado de aquellas lejanas vivencias al hoy perentorio me conduce a la convicción de que el enemigo aprendió la lección y nosotros no. Ahora no se queman iglesias ni se asesina a los creyentes. Pero asistimos a una nueva persecución, harto más insidiosa y perversa que la puesta en práctica desde el mismo día de la proclamación de la II república. Una izquierda recrecida y fiel como antaño a los dictados del iluminismo, junto a una derecha que ha perdido sus señas de identidad y trampea para subsistir en el sistema con esenciales valores morales, admitiendo de manera implícita o explícita en ocasiones, que son contrarios a la idolatría de una democracia falseada y subvertida en sus mismos cimientos. Es también presa del relativismo. ¿O acaso puede admitirse desde principios cristianos, por ejemplo, que el aborto es válido en determinados supuestos y no en otros? ¿O que una supuesta corrección democrática nos veda reaccionar en defensa de la fe y de nuestras creencias asediadas y asaltadas como es el caso de quienes, desde el propio seno de la comunidad cristiana, caen en la trampa del enemigo y consideran inconveniente la campaña eclesial contra el crimen abortivo y que, personalmente o en los tronos procesionales, exhibamos el lazo blanco como expresión de nuestro repudio? ¿O que hagamos causa común con los tentáculos del poder iluminista asumiendo la falsificación interesada de las enseñanzas pontificias y, en concreto, de las palabras de Benedicto XVI en África sobre la castidad y la fidelidad matrimonial para afrontar la endemia del Sida?
Cada quien es libre de asumir o transgredir los principios de la fe y los condicionamientos que conllevan. Pero siempre será deshonesto, cuando menos, tratar de modificarlos a su gusto para eludir el aguijonazo espiritual de la culpa. Ya está anunciado que el gobierno Rodríguez, remendado con hilachas de radicalismo mediocrático, pondrá mayor énfasis, o cínico descaro, en barra libre para el crimen abortivo y en una nueva ley de “libertad religiosa”, encaminada a acentuar el cerco de la Iglesia católica. Algunos dirán que se trata de nuevas maniobras de distracción para esconder tras cortinas de polémica la gravedad del hundimiento económico y social y su impotencia para hacerle frente con racionalidad y realismo. Se equivocan. Permanecen invariables los fundamentos de la estrategias marcada por los poderes ocultos que, contra todo pronóstico, llevaron Rodríguez a la secretaría general del P(SOE), primero, y luego a la presidencia del gobierno: envilecimiento de la sociedad como premisa indispensable para convertirla en piara de cerdos y facilitar el arrumbamiento de la Iglesia católica como referencia de lucha por la libertad y la autoestima; liquidación del soporte histórico y cultural del catolicismo como supuesto de la unidad de España y de sus glorias pasadas en cuanto referencia para la recuperación; descomposición moral de las Fuerzas Armadas y su jibarización para neutralizar su eventual capacidad para cumplir el deber de salvación nacional que les encomienda el artículo octavo de la constitución; y la desmembración de España como pactada y obligada desembocadura.
DE COMO HEMOS DE ESCANDALIZAR CON LA VERDAD
TIEMPO atrás, y enlazo con lo escrito en “Cuadernos de Semana Santa” a que me refería al comienzo, circuló la noticia de que el gobierno secesionista de Cataluña, a instancias de ERC, un retorno a los tiempos de Companys, preparaba una ley de libertad religiosa en virtud de cuyas previsiones no se podrían abrir iglesias ni celebrar actividades religiosas fuera o dentro de los templos sin el permiso de la autoridad municipal, la cual podría decretar asimismo el cierre de iglesias. ¿Un globo sonda para tantear la capacidad de reacción de los católicos o un anticipo de la ley de “libertad religiosa” anunciada por Rodríguez? Estamos de vuelta por quien se proclamó “rojo” al modelote protervo laicismo que vivimos en la II y III Repúblicas. No deben engañarnos las apariencias de eso que se ha dado en llamar “normalidad democrática”. Metodología y objetivos son los mismos, aunque, al menos por ahora, no hagan sangre los puñales y las balas. Cometeremos un gravísimo error, amén de traición a la fe y a España, si no admitimos que la Iglesia y los creyentes vivimos un nuevo tiempo de persecución, de Via Crucis, y no asumimos el ejemplo de aquellos otros que ya transitaron el de los años treinta. Jesús nos enseñó a escandalizar con la Verdad.
Ha llegado la hora de que recojamos la antorcha de su Verdad y escandalicemos con ella aunque nos aguarde lo más duro del Via Crucis. Y conscientes de que al final de esa purificadora Vía Dolorosa nos aguarda, si sabemos ganarla, la Pascua de Resurrección.
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