por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal
ólo conozco a dos personajes públicos que luzcan corbata de lazo o pajarita. Uno es Fernando Arrabal, ajedrecista de palabras, que acostumbra a llevarla desliada, en un rasgo que obedece más a la coquetería que al desaliño. El otro es Inocencio Arias, que es algo así como el niño zangolotino de la diplomacia española, una especie de híbrido entre Winston Churchill y Ramón Gómez de la Serna, devotos ambos de esta prenda hoy en desuso. La elección de la pajarita delata un alma retozona y festiva, una inteligencia jubilosa, también algo tornadiza, pues no en vano la pajarita asemeja una mariposa que se ha posado a libar una flor, antes de proseguir su vuelo nupcial. En contra de lo que algunos creen, la pajarita es la prenda menos narcisista de cuantas se han inventado para el adorno personal, pues quien la lleva no puede vérsela, por mucho que someta su cuello a contorsiones inverosímiles. También se trata de la prenda indumentaria más relimpia que uno imaginarse pueda (exactamente lo contrario que la corbata), pues la barbilla la pone a resguardo de todos los pringues procedentes de las comisuras de los labios; y también de los lamparones y salpicaduras procedentes de la mesa, que suelen estamparse en la pechera de la camisa. La pajarita es, en fin, una prenda sin pecado original que nos permite pasar como de puntillas por la vida, volátiles y despreocupados como ángeles en día de asueto. Por eso, aun en las personas más desastradas o cochinas, la pajarita suele aparecer como un rasgo de distinción o dandismo, incólume de los estropicios que salpican el resto de su indumentaria; y aun cuando la pajarita está lastimada por un excesivo uso, o reclama a gritos una visita a la tintorería, añade a su poseedor una aureola de poeta desflecado o sabio en perpetua conversación con las musarañas. Todo lo contrario le ocurre a quien luce una corbata mugrienta o menesterosa; pues de inmediato ese rasgo de desaliño o pobretería se extiende como una mancha de aceite sobre el resto del atuendo. Mientras la pajarita redime nuestro gusto mostrenco, la corbata lo subraya y magnifica.
La corbata nos convierte en rehenes de su estampado; y, así, una corbata de motivos chillones nos obliga a comportarnos como cantamañanas o zascandiles, del mismo modo que una corbata de tonalidades apagadas nos exige posar de modositos y discretos. La pajarita, por el contrario, nos procura una íntima libertad que hace veniales nuestras ocurrencias más desquiciadas. Cualquier amago de excentricidad, que en un señor encorbatado se nos antoja cargoso o impertinente, es benévolamente juzgado en el señor de pajarita; y cualquier muestra de erudición que en el señor encorbatado es calificada de pedantería o exhibicionismo de sabelotodo, en el señor de pajarita se considera signo de una inteligencia acostumbrada a triscar por prados amenos. La percepción popular identifica el señor de pajarita con el prestidigitador mental que está a punto de sacarse de la manga una chifladura insigne, con el hombre ensoñador y abstraído a quien se perdona cualquier metedura de pata. En cambio, un señor encorbatado nos transmite irreparablemente la impresión fatigosa del burócrata, o acaso la impresión altanera del advenedizo. Un discurso pronunciado por un señor de pajarita, que sería un tostón puesto en boca de un señor encorbatado, se transforma en una burbujeante pirotecnia verbal; porque la pajarita tiene algo de colibrí en plena ceremonia nupcial, mientras la corbata nos recuerda una culebra aplastada por el sopor.
Digamos que la corbata parece inventada para la perorata y el sermón; la pajarita, en cambio, convierte a quien la lleva en una ametralladora de greguerías y epigramas. La corbata nos otorga un aspecto de ahorcados a quienes falta el resuello; la pajarita nos reverdece y esponja, parece como si vistiera de primavera el tedio de nuestros días. La corbata fue inventada para uniformizar; la pajarita, para desentonar. A Inocencio Arias he tenido ocasión de verlo liarse la pajarita: mientras lo hace, sus manos adquieren habilidades de escamoteador o malabarista; y, cuando por fin la pajarita luce en su cuello, como un estandarte de la primavera, se metamorfosea en un hombre lúcido y lúdico, chispeante de frivolidades, enciclopédico de sabidurías incógnitas, millonario de anécdotas divertidísimas o malévolas que derrama sobre los amigos como si estuviese rociándolos de un confeti multicolor. Se convierte, en fin, en una greguería andante; y entonces uno siente que la corbata fue inventada para ahorcar la poesía.
La corbata nos convierte en rehenes de su estampado; y, así, una corbata de motivos chillones nos obliga a comportarnos como cantamañanas o zascandiles, del mismo modo que una corbata de tonalidades apagadas nos exige posar de modositos y discretos. La pajarita, por el contrario, nos procura una íntima libertad que hace veniales nuestras ocurrencias más desquiciadas. Cualquier amago de excentricidad, que en un señor encorbatado se nos antoja cargoso o impertinente, es benévolamente juzgado en el señor de pajarita; y cualquier muestra de erudición que en el señor encorbatado es calificada de pedantería o exhibicionismo de sabelotodo, en el señor de pajarita se considera signo de una inteligencia acostumbrada a triscar por prados amenos. La percepción popular identifica el señor de pajarita con el prestidigitador mental que está a punto de sacarse de la manga una chifladura insigne, con el hombre ensoñador y abstraído a quien se perdona cualquier metedura de pata. En cambio, un señor encorbatado nos transmite irreparablemente la impresión fatigosa del burócrata, o acaso la impresión altanera del advenedizo. Un discurso pronunciado por un señor de pajarita, que sería un tostón puesto en boca de un señor encorbatado, se transforma en una burbujeante pirotecnia verbal; porque la pajarita tiene algo de colibrí en plena ceremonia nupcial, mientras la corbata nos recuerda una culebra aplastada por el sopor.
Digamos que la corbata parece inventada para la perorata y el sermón; la pajarita, en cambio, convierte a quien la lleva en una ametralladora de greguerías y epigramas. La corbata nos otorga un aspecto de ahorcados a quienes falta el resuello; la pajarita nos reverdece y esponja, parece como si vistiera de primavera el tedio de nuestros días. La corbata fue inventada para uniformizar; la pajarita, para desentonar. A Inocencio Arias he tenido ocasión de verlo liarse la pajarita: mientras lo hace, sus manos adquieren habilidades de escamoteador o malabarista; y, cuando por fin la pajarita luce en su cuello, como un estandarte de la primavera, se metamorfosea en un hombre lúcido y lúdico, chispeante de frivolidades, enciclopédico de sabidurías incógnitas, millonario de anécdotas divertidísimas o malévolas que derrama sobre los amigos como si estuviese rociándolos de un confeti multicolor. Se convierte, en fin, en una greguería andante; y entonces uno siente que la corbata fue inventada para ahorcar la poesía.
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