por Ismael Medina
Tomado de Vistazo a la Prensa
Enviado por María Luz López Pérez
Bernardo López García le habían erigido en Jaén un modesto monumento en el centro de una trapezoidal placeta ajardinada en una de cuyas cabeceras terminaba la calle de San Clemente y en la otra comenzaba el Arrabalejo. El Jaén de mi infancia era muy humano, muy cercano, muy familiar y, al menos para nosotros, los niños, felizmente revoltosos y libres, un escenario fantástico en el que aprendíamos, sin aspavientos, los recovecos de la vida y esa cosa tan natural, sencilla y misteriosa que es la muerte. Allí recalábamos con frecuencia para jugar, para pelearnos, para que los viejos nos contaran historias que nos parecían apasionantes, para incomodar a alguna discreta pareja que al oído se susurraba paraísos o hacer algún encargo en la tienda de Estremera, de ultramarinos, que entonces se decía. Acaso se llamara de otra manera, pero yo la recuerdo con ese nombre. Sí conservo intacto el indefinible y penetrante aroma de aquella tienda espaciosa y umbrosa en que se mezclaban los olores de la especias, de las sardinas arenques, de los embutidos, del papel estraza, un papel que también olía, del bacalao, de los panerillos de esparto y de otras mercaderías.
Alzada sobre un pequeño pedestal de piedra, la cabeza en bronce de Bernardo López García (las arcas municipales no debieron dar de sí para hacerle un busto) nos parecía desmesurada. Tanto, que de nuestros compañeros o del viandante que la portaban algo grande, aunque no tanto como un señor que padecía hidrocefalia y que la había vendido a la Facultad de Medicina de Granada para que la estudiaran cuando muriera, solíamos decir: "Tiene más cabeza que Bernardo López". Pero casi ninguno sabíamos quien había sido aquel poeta foráneo, pese a que recitábamos de corrido el más famoso de sus poemas, aprendido en la escuela.
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