uan nació en un castillo cerca de la ciudad de Florencia. Su familia era noble, rica, poderosa. Su padre, Gualberto, señor del castillo, era muy conocido en toda la comarca.
Juan creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores. Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba Juan Gualberto rodeado de varios escuderos. Todos eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan. El desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro. Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en vano. El golpe mortal no llega a descargarse.
En el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Venció la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó, heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante el altar y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba y Cristo le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
******************************
Para leer la hagiografía completa, más las de Santos Nabor y Félix, Mártires, haga click sobre la imagen del Santo.
0 comentarios:
Publicar un comentario