por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal
a nos hemos referido en alguna otra ocasión a esa propensión que tienen las ideologías a colonizarlo todo, extendiendo sobre nuestra visión del mundo una suerte de niebla confundidora. La ideología es, al fin y a la postre, una idolatría; esto es, un sucedáneo religioso pertrechado de falsos dogmas que simplifican de manera artificiosa la realidad, creando antinomias insalvables en el pensamiento y fragmentando nuestra capacidad de discernimiento moral. El veneno ideológico es, por naturaleza, invasor: no se conforma con ejercer su imperio en los ámbitos naturales de la disputa política; necesita apropiarse del alma de sus adeptos, envileciéndolos y alienándolos, hasta que dejan de ser propiamente humanos.
Muestras de este apetito voraz tan característico de las ideologías las hallamos por doquier. La ideología actúa siempre del mismo modo: primero hace añicos una visión inteligible del mundo, fundada en valores antropológicos verdaderos; y, a continuación, con los añicos o fragmentos resultantes de la demolición elabora construcciones en las que, sin embargo, falta la argamasa que las tornaría coherentes. Una prueba llamativa y desconsoladora de este proceso la observamos, por ejemplo, en lo que podríamos denominar el `problema ecológico´.
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