por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
E anuncia la comercialización de una píldora que retrasa el envejecimiento, enésima versión de aquellas fuentes paganas que procuraban la inmortalidad o la eterna juventud a quienes abrevaban en sus aguas. La búsqueda de un elixir que detuviese los estragos de le edad en nuestros organismos calcinó durante siglos las meninges de nigromantes y alquimistas, que no vacilaron en probar, a costa de su salud, los bebedizos más vomitivos, con tal de contrariar el veredicto de la naturaleza. El mito de Fausto ya nos advertía de los peligros que se esconden detrás de ese afán, tan penosamente humano, de rehuir las asechanzas de la vejez; el mayor de los cuales consistía en perder el alma. Pero nuestra época, tan fatuamente descreída, ha convertido el infierno en una región utópica (esto es, inexistente), o siquiera improbable; y, por supuesto, ha dejado de creer en la existencia del alma. Y, cuando los hombres dejan de creer en la existencia del alma, centran sus esfuerzos en encontrar la píldora milagrosa que preserve sus cuerpos contra los estragos de la edad.
Esfuerzos que, a la postre, se revelan siempre estériles; pero la fatuidad del descreído, mucho más perseverante que la resignación del creyente, lo empuja a buscar en una síntesis de laboratorio un paraíso en vida que sustituya la esperanza en un paraíso ultraterreno. Sólo que la búsqueda de ese paraíso en vida acaba convirtiéndose infaliblemente en un infierno en vida; pues la desazón que en nosotros provoca el intento frustrante de contrariar los estragos de le edad es siempre mucho más aflictiva que tales estragos. En las sociedades religiosas, los hombres aceptaban que estaban hechos de barro; y, aceptándolo, procuraban que, a medida que crecía su edad, creciesen también su sabiduría y su virtud, que eran los tesoros que podían llevarse a la otra vida. En las sociedades idolátricas (de la ciencia o de cualquier otro sucedáneo de la religión), los hombres tratan de convencerse -contrariando patéticamente las enseñanzas de la experiencia- de que no están hechos de barro; y en este vano empeño por refutar la naturaleza desdeñan los únicos tesoros que podrían llevarse a la otra vida, en la que han dejado de creer. Pero, al dejar de creer en otra vida, los hombres no hacen sino amargarse su andadura mortal; y el afán de prolongarla unos años, unos días, unas horas no hace sino ensombrecer las horas, los días, los años que le han sido regalados. ¡Triste destino de desazón e incertidumbre!
Así, los hombres de las sociedades idolátricas se convierten, como diría Quevedo, en «vivientes cadáveres» que «visten el gusano de confite». Mendigos de una juventud apócrifa, los hombres de las sociedades idolátricas se pasan la vida dorándole la píldora al tiempo inexorable; y, huyendo de los estragos de la edad, se pasean en vida como ánimas en pena, sudando la gota gorda en los gimnasios, o dejándose las arrugas en un quirófano, o atiborrándose de píldoras que les detengan la caída de los cabellos, la caída de la papada, la caída del pene, la caída de los óvulos, la caída del ánimo, la caída de las neuronas y la caída de la propia estima. Todo por aferrarse a una juventud fiambre que les haga olvidar que están hecho de barro; pero, al olvidarse que están hechos de barro, se olvidan también que ese barro del que están hechos está animado por un hálito divino, y así su vida se asemeja a la de animalitos sumergidos en formol, que están muertos bajo su aparente lozanía. Que es la lozanía de las máscaras mortuorias, la lozanía inerte de los autómatas que han extraviado el alma en el laberinto químico de sus quimeras de eterna juventud. Porque detrás de esas quimeras, escondido en las llamas del infierno o en la píldora de un laboratorio, hay siempre alguien que quiere robarnos el alma, como nos enseña el mito de Fausto.
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