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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

29 de diciembre de 2010

29 de Diciembre, Conmemoración de Santo Tomás Becket, Arzobispo de Canterbury, Obispo y Mártir



omás Becket, el arzobispo de Canterbury, ha muerto asesinado. Es el atardecer del 29 de diciembre de 1170. La noticia salta de caballo en caballo, de mar en tierra, y atraviesa la cristiandad sobrecogiéndola de estupor. Ha sucedido acaso—dirá luego la historia—el mayor acontecimiento de la época. Sólo dos años más con dos meses el 2 de febrero de 1173, y Tomás de Londres, por boca del papa Alejandro llI, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás Cantuariense. Otro año más julio de 1174. El enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima cae de rodillas. Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey. Indudablemente estamos en la Edad Media "enorme y delicada". A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, "el mártir de la disciplina", como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.

La crítica histórica se ha encargado de disipar cierta poesía legendaria trenzada en torno al origen de Tomás Becket. En realidad, no hay tal princesa sarracena enamorada que cruza Europa repitiendo las dos únicas palabras de su vocabulario inglés: "Londres", "Becket", hasta encontrar, por fin, al antiguo cruzado, hacerle su marido y darle más tarde un hijo santo: no. El niño nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense. A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano. Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático. El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.

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