por Gilbert K. Chesterton
Tomado de La Editorial Virtual
II El Abate Fugitivo
omás de Aquino, de un modo extraño y simbólico, procedía del mismo centro del mundo civilizado de su tiempo; del nudo o espiral de poderes que en ese momento controlaban a la cristiandad. Está relacionado con todos ellos; incluso con algunos que podrían muy fácilmente ser descriptos como destructores de la cristiandad. Para él, toda la controversia religiosa, toda la controversia internacional, fue una controversia de familia. Nació en la púrpura, casi literalmente en la cima de la púrpura imperial desde el momento en que su propio primo era el Emperador del Sacro Imperio. Podría haber colocado a la mitad de los reinos de Europa en su escudo – si no hubiera arrojado ese escudo a un lado. Fue italiano, francés y alemán; y europeo en todo sentido. Por un lado heredó la energía inherente al episodio de los Normandos cuyas extrañas campañas organizadoras sonaron y tamborilearon como nubes de flechas por todos los rincones de Europa; con una de ellas siguiendo al Duque Guillermo, lejos, hacia el norte, a través de las cegadoras nieves de Chester mientras la otra, siguiendo senderos griegos y púnicos, llegaba a través de la isla de Sicilia hasta las puertas de Siracusa. Otro lazo de sangre lo unía a los grandes emperadores del Rin y del Danubio que proclamaban portar la corona de Carlomagno. El rojo Barbarroja, que duerme bajo el caudaloso río, fue su tío abuelo y Federico II, el “Maravilla del Mundo”, su primo segundo. Y, sin embargo, cien lazos más íntimos lo ataban a la intensa vida interior, a la vivacidad local, a las pequeñas naciones amuralladas y a los miles de santuarios de Italia. Habiendo heredado un parentesco físico con el Emperador, sostuvo, por lejos con mayor firmeza, un parentesco espiritual con el Papa. Entendió el significado de Roma y el sentido en que Roma continuaba gobernando al mundo; y no se inclinó a pensar que los emperadores alemanes de su tiempo conseguirían ser realmente romanos desafiando a Roma; como que tampoco lo habían conseguido los emperadores griegos de una época anterior. A este entendimiento cosmopolita desde su posición heredada le añadió luego muchas cosas propias que contribuyeron al entendimiento mutuo entre los pueblos y le dieron algo del carácter de un embajador y de un intérprete. Viajó mucho; no sólo fue bien conocido en París y en las universidades alemanas sino que, casi con certeza, visitó Inglaterra; probablemente fue a Oxford y a Londres; y se ha comentado que podríamos estar siguiendo sus pasos y los de sus acompañantes dominicos cuando bajamos al río hasta la estación de ferrocarril que todavía hoy lleva el nombre de Black-friars [15] Pero la verdad se aplica tanto a los viajes de su mente como a los de su cuerpo. Estudió la literatura de hasta los adversarios del cristianismo con mucha más atención e imparcialidad que lo acostumbrado en su época; realmente trató de comprender el aristotelismo árabe de los musulmanes y escribió un tratado muy humano y razonable sobre el problema del trato a los judíos. Siempre intentó verlo todo desde adentro, aunque ciertamente tuvo la suerte de haber nacido en el interior del sistema político y de la alta política de sus días. Lo que pensó de todos ellos podrá quizás ser inferido del próximo capítulo de su historia.
Santo Tomás podría así representar muy bien al Hombre Internacional, tanto como para pedir prestado el título de un libro moderno [16]. Pero sería justo recordar que vivió en una época internacional; en un mundo que fue internacional en un sentido no sugerido por ningún libro moderno ni por ninguna persona moderna. Si recuerdo bien, el candidato moderno para el puesto de El Hombre Internacional fue Cobden, que fue un hombre casi anormalmente nacional, estrechamente nacional; un sujeto muy refinado pero alguien a quien es difícil imaginar moviéndose en otra parte que no sea entre Midhurst y Manchester. Tuvo una política internacional y se dedicó a viajes internacionales; pero si siempre permaneció siendo una persona nacional ello fue porque siguió siendo una persona normal; y eso fue lo normal en el Siglo XIX. Pero no lo fue en el XIII. En ese siglo, una persona de la influencia internacional de Cobden casi hubiera podido ser alguien de nacionalidad internacional. Los nombres de naciones, ciudades y lugares de origen no tenían entonces esa connotación de profunda división que es la característica del mundo moderno. A Tomás de Aquino, siendo estudiante, le pusieron el sobrenombre de “el buey de Sicilia”, a pesar de que su lugar de nacimiento está cerca de Nápoles, y esto no le impidió a la ciudad de París considerarlo simple y concretamente como parisino porque había sido una gloria de la Sorbona, a tal punto que la ciudad propuso enterrar sus huesos allí cuando falleciera. O bien, para mencionar un contraste más obvio con los tiempos modernos, considérese lo que se entiende en el lenguaje moderno por “profesor alemán”. Y después téngase presente que el más grande de todos los profesores alemanes, Alberto Magno, fue también una de las glorias de la Universidad de París y fue en París que Aquino lo conoció. Imaginen un moderno profesor alemán que se hace famoso en toda Europa por la popularidad de sus clases en París.
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