por Vittorio Messori
Visto y Tomado de Conoze
a que tanto se discute acerca de las reformas institucionales, sobre el indispensable cambio de sistema, puede ser interesante no perder de vista la perspectiva católica.
Es sabido que los hombres pueden organizarse según tres modelos fundamentales, si bien divididos, mezclados y entrelazados de modos diversos: la monarquía, la aristocracia y la democracia.
La Iglesia siempre ha llamado a no preferir en abstracto a ninguno de estos modelos así como a no excluir tampoco a ninguno de ellos: la elección depende de los tiempos, de la historia y de la idiosincrasia de los diversos pueblos. Así, si los últimos papas (pero empezando sólo desde Pío XII con el mensaje radiado la Navidad de 1944, cuya difusión fue prohibida, y no por casualidad, en Alemania y en la República de Saló) parecían preferir para el Occidente contemporáneo el sistema representativo parlamentario, se han guardado mucho por otro lado de hacer de ello una especie de dogma, como si fuese el único aceptable para un católico. Sencillamente, lo han considerado el más oportuno en estos tiempos para dichos países. Por los mismos motivos, la Iglesia no debe arrepentirse ni pedir disculpas por haber mantenido a sus capellanes en las cortes de los reyes del Antiguo Régimen o por haber considerado una Res publica christiana (pese a ciertas discusiones, pero no por causa del sistema de gobierno) a la de Venecia, que representa el sistema más ilustre de régimen aristocrático.
En aquellos tiempos, en aquellos lugares, con aquellas historias y temperamentos era lo que convenía. Y, sobre todo, se trataba de autoridades legítimas para las que regía el severo mandamiento del Apóstol: «Que todos estén sometidos a las autoridades constituidas; ya que no hay más autoridad que la de Dios y las que existen son establecidas por Dios. Así, quien se opone a la autoridad se opone al orden establecido por Dios. Y quienes se opongan atraerán sobre sí la condena... Es necesario estar sometidos, no sólo por temor al castigo sino también por razones de conciencia... Dad a cada uno lo que le corresponde: a quien corresponda tributo, tributo; a quien temor, temor; a quien respeto, respeto...» (Rom. 13, 1s, 5, 7).
Desde el momento en que la Iglesia no puede hacer «lo que le sale de la cabeza», no pudiendo «inventarse» una Revelación según la moda y las exigencias siempre cambiantes porque es esclava de la Palabra de Dios (tanto si ésta gusta como si no), el comportamiento «católico» específico ante los diferentes sistemas de gobierno debería juzgarse a la luz de este párrafo de Pablo y de otros del mismo tenor repartidos por el Nuevo Testamento. Entre ellos se encuentra la Primera carta de Pedro (2, 7), esa exhortación que es casi una síntesis, tan breve como eficaz, de la praxis cristiana: «Amad a todo el mundo, amad a vuestros hermanos, temed a Dios, honrad al rey.»
Ante estas citas y ante muchísimas otras que podrían exponerse, el problema no es achacable a la Iglesia «oficial», acusada por efecto de su historia de «asimilación al poder», o de «obsequiosidad con los gobiernos, sin importar el carácter de éstos». El problema se invierte para convertirse en el de los «contestatarios», los «revolucionarios» que, no obstante, afirmaban -y en algunos casos todavía lo hacen- inspirarse en las Escrituras para llevar a cabo su lucha política, cuando éstas dicen justo lo contrario.
No se cuestiona, pues, la legitimidad «cristiana» del jesuita del siglo XVII, por poner un ejemplo, consejero del rey en Versalles; en todo caso, la del sacerdote guerrillero o el catequista revolucionario. Puede parecer desagradable pero es necesario atenerse, si se desea hacerlo, a la Palabra de Dios; o si no, inventarse otra acorde con la propia ideología.
El pensamiento católico, pues, no ha hecho un absoluto de ninguna forma política, como en la actualidad (tras despertarnos del sometimiento al «rojo» y de la borrachera «comunitaria») corremos el riesgo de hacer con el sistema democrático-liberal-capitalista que celebra inquietantes triunfos en su patria, los Estados Unidos de América.
El pensamiento católico siempre ha tenido en cuenta que todos los regímenes -hasta el más perfecto sobre el papel, el más noble en teoría- luego lo encarnan hombres a los que el pecado original ha legado una mezcla de valor y cobardía, de altruismo y egoísmo, de grandeza y de miseria.
Así pues, a lo largo de los siglos el esfuerzo de los hombres de la Iglesia se ha decantado menos por el perfeccionamiento de las estructuras y más por el de los hombres. Más que aspirar en abstracto a un «buen gobierno», ha intentado contribuir a formar «buenos gobernantes». La mejor estructura sociopolítica derivada de la teoría puede llegar a convertirse en una pesadilla si la dirigen hombres indignos.
El cristianismo no es un asunto de ideólogos iluministas que se encierran en sus aposentos o en las charlas de salón o de convenciones con el fin de elaborar proyectos para «el mejor de los mundos posibles». El creyente debe sustituir aquel aroma de muerte de los principios teóricos por la realidad de la vida, el pragmatismo de la relación que no se encuentra en las estructuras anónimas sino en las personas, en su contradictoria amalgama de humanidad. La política no se redime con los «manifiestos», todo lo más redimiendo a los políticos y «purificando el corazón» del pueblo que los lleva al gobierno y los apoya.
Bajo este punto de vista también se juzgaría el grandioso esfuerzo de las órdenes religiosas, sobre todo de aquellas que surgieron después de la Reforma protestante, cuando se intentaba reconstruir una sociedad desgarrada. Es decir, del esfuerzo de los jesuitas, barnabitas, escolapios y tantos otros para asegurar una formación católica a la clase dirigente.
Solamente una superficialidad de antiguo contestatario puede escandalizarse porque aquellos religiosos parecieran favorecer a los hijos de los ricos, de los poderosos, de quienes «cuentan» (sin olvidar que los hijos de la gente pobre en modo alguno quedaron abandonados a su suerte, ya que junto a los «colegios para nobles» de jesuitas o barnabitas siempre surgieron colegios, oratorios o talleres para los abandonados). Quien se escandalice no comprende el punto de vista que debería adoptar el creyente: el prius no es la lucha para cambiar el sistema de gobierno en abstracto, que es siempre relativo, imperfecto e insatisfactorio, dado que el bien absoluto no existe en estas materias y lo máximo a lo que puede llegar la política es a limitar los daños. El prius resulta ser el compromiso para colocar en las estructuras de gobierno a buenos gobernantes. Así, formar para el deber, el sentido de la solidaridad, de la justicia y de la moderación a los vástagos de las familias nobles destinados a gestionar los poderes públicos en un futuro era la forma más eficaz de ocuparse también de la suerte del campesino, del obrero y del artesano que habrían podido sufrir los efectos prácticos de ese poder.
Por esta razón no se predicó la revuelta (cuyos resultados ya hemos visto por otro lado; y que, además, estaba descartada en las Escrituras). En cambio, sí se tuvo en consideración que la intervención sobre «los de arriba» mediante la formación evangélica de los políticos y, luego, mediante el mayor grado posible de cristianización de la política, resultaba mucho más social que la llamada a «los de abajo», con la demagogia hacia las masas. Por lo demás, eran siempre conscientes de la relatividad de todas las estructuras terrenales: «Ya que no poseemos aquí abajo una ciudad permanente sino que vamos en busca de una futura» (Hab. 13, 14); «Nuestra patria está en los cielos y allí esperamos a nuestro Señor Jesucristo como salvador» (Flp. 3, 20).
Obviamente, éstos sólo son apuntes sobre asuntos que hasta hace poco el creyente daba por descontados, pero que ahora corren el riesgo de parecer escandalosos. Son apreciaciones que pueden ayudar, de todos modos, a comprender el pasado y a intervenir sobre el presente, con vistas al futuro, sin salirse del sendero de una tradición milenaria.
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