Las autocracias del norte de África siempre fueron vistas por los mahometanos como un impedimento para tal propósito; y, visto desde su perspectiva, no les falta razón. Son regímenes, en efecto, que dificultan o impiden la cohesión de la «umma», por atender otros propósitos espurios (sostenimiento de dinastías usurpadoras, permisividad con otros cultos religiosos, sometimiento a los dictados yanquis, etcétera). La restauración de ese quimérico califato que devuelva la conciencia de «umma» es la utopía tácita o confesa que ha alimentado todas las revueltas islámicas; utopía que una y otra vez se ha estrellado con la escasa capacidad política del temperamento musulmán, así como con trabas geográficas y étnicas diversas.
La democracia es una creación política a la que el cristianismo dio forma, con su teoría del poder divino que, a través del pueblo, se deposita en un gobernante; y, en sus manifestaciones últimas, ha devenido una herejía cristiana. Para un musulmán, la democracia es simplemente una blasfemia, una abominación repugnante; pues Islam significa «sumisión a Alá», y toda su dinámica religiosa tiende consiguientemente a proclamar la majestad inaccesible de Alá y la insignificancia del hombre creado, a quien no le resta otro destino sino acatar con sentido fatalista el abismo infranqueables que separa la divinidad desencarnada y la humanidad débil y sometida. Si un musulmán se aviene a hablar de «democracia» es para referirse, en términos que al occidental pasen inadvertidos, a una recuperación de la «umma» o comunidad de creyentes. Lo que de estas revueltas salga no serán, como los ilusos pretenden, regímenes democráticos, sino un Islam más robusto en el caso de que cuajen; y un Islam más enviscado y áspero en el caso de que fracasen. Y, en uno y otro caso, dolor, mucho dolor, como el que ya están padeciendo las minorías cristianas en Egipto, mientras por aquí seguimos tocando el arpa, en loor a ese oxímoron delirante llamado democracia islámica.
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