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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

7 de abril de 2009

Cultura tachada


por Juan Manuel de Prada

Tomado de XLsemanal







ace algún tiempo publicaba en esta misma revista un artículo titulado Las gafas de Castellani, en el que daba cuenta de mi descubrimiento de un escritor argentino portentoso, Leonardo Castellani (1899-1981), condenado al olvido por los repartidores de bulas del cotarro cultural. Aquel artículo cayó providencialmente en manos de los editores de LibrosLibres, que en un rapto de entusiasmo temerario me encargaron la preparación de un volumen de artículos de Castellani. El libro, bajo el título de Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI, se publicó hace unos meses; y aunque, como era previsible, se tropezó con un espeso muro de silencio en la mayoría de los medios dedicados a la difusión cultural, ha sido un éxito de ventas y, lo que todavía es más importante, un estímulo para sus editores, que seguirán divulgando en posteriores entregas la obra de Castellani.
La semana pasada conversaba con Antonio Arcones, editor de Ciudadela Libros, un sello que también se distingue por proponer a sus lectores alternativas a la asfixiante hegemonía instaurada por los repartidores de bulas. En su catálogo figuran obras suculentas de autores tan relevantes como G. K. Chesterton (Lo que está mal en el mundo), Hilaire Belloc (María Antonieta, Europa y la fe) o Chateaubriand (El genio del cristianismo); obras que, más allá de preconizar una visión del mundo adversa a la que se enseñorea de nuestra época, poseen una envergadura literaria incuestionable. Arcones, con más resignación que enojo, me confirmaba algo que yo ya sospechaba: tampoco sus libros hallan eco en la mayoría de los medios dedicados a la difusión cultural; no sólo entre los que han hecho de su beligerancia contra la tradición cristiana un rasgo de identidad, sino también entre los que enarbolan la bandera de la liberalidad, y hasta entre los que se declaran depositarios o herederos de dicha tradición. Este ninguneo casi unánime se perpetra, además, a sabiendas de que existe un público numeroso para tales libros, compuesto no sólo por aquellas personas que no se adhieren al ideario triunfante, sino también por esa especie numantina de lectores (los únicos lectores verdaderos, convertidos ya en una rara avis) que aún no se guían por los designios del sectarismo ideológico, sino por la curiosidad de los espíritus libres.
¿Y cómo puede explicarse que, existiendo una demanda natural, tales libros sean sistemáticamente orillados, relegados a la sombra, tachados por los administradores de bulas que rigen el cotarro cultural? ¿Cómo se explica que los medios dedicados a la difusión cultural, aun aquellos que presuntamente defienden posturas liberales o conservadoras, colaboren con gregaria complacencia en esta estrategia de ocultación sistemática? Pues porque tácitamente han aceptado que la llamada ‘cultura de izquierdas’ es la única cultura posible; y que postular otra cultura, o simplemente confrontar esa cultura hegemónica con otras alternativas, constituye una suerte de ‘condena a las tinieblas’, una expulsión del paraíso del compadreo y las prebendas oficiales. Los editores que renuncian a publicar un libro que desafía los presupuestos de la cultura dominante, como los medios de comunicación que ocultan su existencia, saben perfectamente que están contrariando las leyes más elementales del mercado, saben que están desdeñando a un público numeroso con una sensibilidad no enteramente estragada por la cultura dominante. Pero prefieren renunciar a ese público, prefieren desatender una demanda y sepultar todo un continente de descubrimientos estéticos y culturales antes que provocar las iras del establishment, antes que ser apartados del reparto de migajillas.
Toda esta estrategia de ninguneo cultural sistemático discurre paralela, por supuesto, a la exaltación gregaria de la filfa que los repartidores de bulas nos venden a bombo y platillo. Tal ejercicio de adhesión lacayuna al canon establecido carecería de relevancia –a fin de cuentas, será el tribunal de los siglos el que dictamine lo que merece sobrevivir al olvido– si no fuera porque, entretanto, se está fomentando una oprobiosa forma de ingeniería social. Que a esto nos conduce el calculado sectarismo de los unos y la complaciente pusilanimidad de los otros: al silencio de los corderos, que caminan en rebaño y balan la misma canción.

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