e aquí unos pies anchos, seguros, infatigables, que caminan bajo la ternura de la primavera, por las orillas del Rhin, esponjados gozosamente sobre la caricia de los praderíos, que los unge de un perfume de hierbabuena. Yo he visto estos pies, en el verano, polvorientos y morenos de sol, sudorosos. por la enorme fatiga, recogerse al descanso, a la sombra de la catedral de Colonia, y, al quedar reverentes, de rodillas, todos los santos, los ángeles y los grifos, que cantan un misterio de fe sobre la gloria del pórtico, han sonreído beatamente, en la frialdad de la piedra sagrada y maravillosa. Y los vi sobre los montes de Spira, en lucha amarga con las tormentas de invierno, ir dejando en la nieve un camino de sangre. Pero su vida y su gloria —la de estos pies extraordinarios— resplandece en caminar sin vacilaciones, sin pausas. ¿Qué buscan con tan ardorosa impaciencia estos pies? ¡Las almas!
Los pies pueden definir la existencia de un hombre. En los libros Sapienciales hay toda una impresionante teología de los pies, como mandatarios de nuestro libre albedrío, cuando siguen los huellas del Señor y cuando caminan por las tinieblas del pecado, a la condenación eterna. Y, en el Evangelio, una ordenanza, sin apelaciones, de Jesucristo: "Si tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti; porque más te vale entrar cojo en el cielo que con los dos pies perderte en la gehena".
Pero estos pies —para siempre, ahora, descalzos, mendicantes apostólicos— calzaron en su juventud finos escarpines de pieles, labradas en oro y pedrería. Eran esbeltos y ágiles para la danza en las fiestas de corte del emperador Enrique; cauteloso para tantear los laberintos sutiles de la política; raudos en la ambición de prebendas y honores.
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