an Medardo es un santo merovingio. Un santo de aquella Francia recién convertida al catolicismo por obra del obispo San Remigio, que hizo bautizar en Reims a Clodoveo, bárbaro sicambro.
San Remigio conocía bien a su regio catecúmeno, y, después de prepararle concienzudamente cuanto daba de si la rudeza del belicoso monarca, organizó toda una fiesta en la catedral de Reims. La oportunidad lo demandaba. Tapices, colgaduras, cruces gemadas, lámparas en los intercolumnios, reflejos dorados de los mosaicos, melodías de clérigos y chantres, aclamaciones de los fieles.
Clodoveo se sintió conmovido, transportado. Hombre de guerras y torneos, no conocía las bellezas del culto cristiano.
—Padre —exclamó al penetrar en la basílica deslumbrante—, ¿es esto el cielo de que me tenéis hablado?
—No, hijo —respondió el obispo—, esto es solamente la antesala del cielo.
Esta anécdota nos sirve muy bien para introducirnos en la vida de un santo merovingio. Con aquellos pueblos francos, regidos por Meroveo, que habían estado al servicio de la Roma imperial, a la cual prestaron buena ayuda en la derrota de Atila el año 451, había que proceder así, con suavidad y energía, como con niños grandes, deslumbrándoles con algo que ellos no poseían: tradición y cultura.
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Para leer la hagiografía completa haga click sobre la imagen del Santo Obispo.
—No, hijo —respondió el obispo—, esto es solamente la antesala del cielo.
Esta anécdota nos sirve muy bien para introducirnos en la vida de un santo merovingio. Con aquellos pueblos francos, regidos por Meroveo, que habían estado al servicio de la Roma imperial, a la cual prestaron buena ayuda en la derrota de Atila el año 451, había que proceder así, con suavidad y energía, como con niños grandes, deslumbrándoles con algo que ellos no poseían: tradición y cultura.
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