por el R. P. Gustavo Podestá (1986)
l domingo pasado, con la solemnidad de Pentecostés, hemos clausurado el tiempo de Pascua. Ese período del año litúrgico en el cual la Iglesia quiere revivir, para los cristianos, los misterios del amor divino que fundan al Pueblo de Dios, nos hacen vivir a cada uno con la misma vida que procede de Él, y nos encamina a la participación definitiva de la plenitud y alegría eternas.
Y cualquiera que viva estos acontecimientos pascuales con un mínimo de atención se da cuenta de que en ellos intervienen protagónicamente tres personajes: uno, Dios, llamado por Jesús, Padre suyo y Padre nuestro, movido en todas sus actitudes y acciones hacia nosotros por querer de padre, por amor paterno.
El segundo personaje de la Pascua es, indudablemente, el mismo Jesús, el hijo de María, quien a través de la Resurrección se descubre como el Hijo de Dios, el Señor sentado a la derecha del Padre. Jesús es quien hace carne y sangre, cercana y tangible, la presencia del Dios Padre entre nosotros:” Quién me ve a mí ve al Padre” , le dice Jesús a Felipe. Es el Dios Padre quien se regala en Jesucristo, quien se da como testimonio y prenda de verdadero amor a los hombres.
Y finalmente, el tercer protagonista: el Espíritu Santo, aquel que, habiendo vivificado a Jesús, después de la Resurrección y Ascensión, sigue haciendo presente la Vida de Dios entre los hombres en su Iglesia y encaminándonos, a cada uno de nosotros, hacia la santidad, enviado por Dios Padre y por Jesucristo.
Pero –como escuchamos en el evangelio de hoy- este Espíritu va introduciendo y haciendo crecer cada vez más a la Iglesia en la verdad. Y, precisamente, la Iglesia , después de Pentecostés, mientras predicaba al mundo la noticia gozosa del amor de Dios realizado históricamente entre nosotros en Jesucristo y alcanzado a cada uno de los hombres por el Espíritu Santo, al mismo tiempo, por este mismo Espíritu, oraba y reflexionaba sobre quiénes serían estos Tres, no por curiosidad, sino para poder conocerlos y amarlos cada vez más.
Y, poco a poco, la Iglesia , escrutando su propia vida, tratando de entender cada vez mejor el acontecimiento pascual, iluminada por el Espíritu y leyendo las Escrituras, entendió y -lo definió en sus primeros concilios ecuménicos- que la actuación de estos Tres protagonistas en la historia humana, reflejaba, aún cuando nosotros apenas lo pudiéramos entender, lo que sucedía en el mismísimo centro del existir divino, en las profundidades centelleantes y enceguecedoras de Dios, antes de la creación del Universo, aún cuando Jesús de Nazaret nunca hubiera existido, aún cuando el Espíritu Santo jamás se hubiera derramado en los corazones de los hombres.
Y ahora, cuando después de los festejos pascuales que cerramos el último domingo, retomamos el tiempo normal, el que se llama litúrgicamente “tiempo durante el año”, antes de seguir adelante entre las cosas y preocupaciones de los hombres tratando de iluminarlas con el evangelio, en este domingo de la Solemnidad de la Santísima Trinidad , levantamos brevemente nuestra mirada hacia la refulgencia de Dios para, con nuestros ojos encandilados y miopes, confesar e intentar atisbar algo de este misterio.
Porque el acontecimiento pascual ha hecho ver a la Iglesia que en la unicidad simplicísima y perfectísima de Dios, antes de todos los tiempos y aún sin ningún tiempo, existen Tres Álguienes que, en el tiempo, luego, se han manifestado en la humanidad resucitada de Jesús y en la efusión del espíritu de vida, en los protagonistas de la Pascua.
Pero ¿qué o quiénes son estos Tres Álguienes?
Y la Iglesia, desde sus dogmas, nos contesta: son tres “Hipóstasis”, o son tres “Personas”.
Y nosotros seguimos quedando perplejos, porque “hipóstasis”, ¿quién sabe lo que quiere decir, salvo algún teólogo anteojudo?
Y hablar de tres personas, ¿no es inmediatamente crear confusiones? ¿Qué entendemos nosotros como ‘personas' sino los individuos humanos, uno separado del otro, uno sentado en distinto banco que otro? Hablar de tres personas en Dios, ¿no es, inevitablemente, pensar en tres dioses, y no en uno sólo? ¿No va esto directamente en contra de nuestra fe en un solo Dios?
Ya San Agustín, hace más de 1500 años, decía que no le gustaba usar la palabra “persona”, precisamente por esta confusión, pero que la utilizaba porque no encontraba otra, como para decir algo.
Pero claro. Si. Es verdad que Dios es único, uno. Pero eso es distinto que afirmar que es un Dios solo, solitario, un inmerso y aburrido Buda mirándose eternamente el ombligo, a sí mismo. No. No puede ser. ¿Cómo vamos a negar a la riqueza y felicidad infinitas de Dios aquello que en la vida del ser humano se constituye en las dichas y alegrías más hondas, como es la riqueza de las relaciones, de las comunicaciones y comuniones de amistad y de amor entre nosotros?
Y, por otra parte, ¿no es verdad, también, que la verdadera amistad y comunión habla más bien de unidad, no de ruptura, no de partidos; y que las auténticas relaciones de amor, del amor que es regalo de sí mismo, muerte al egoísmo, llevan a unir a los amigos, a los amados, no a separarlos? Cuando yo te quiero de tal manera que vos me importás más que yo, y son tus alegrías mis alegrías, y tus penas las mías, como en el auténtico matrimonio ¿no que nos transformamos ‘en una sola carne'?
Claro que éste, así, es un amor difícil; son relaciones personales casi imposibles entre los hombres si dejados a su humana naturaleza. Se hacen posibles solo con la gracia, en cuanto por ella nos injertamos, precisamente, en la dinámica del altruismo trinitario.
Pero esto ya nos va ayudando a entender lo que estos Tres --‘hipóstasis', ‘personas' o como se les quiera llamar -- son, en la fogarada de la alegría compartida del existir divino.
Porque la misma Iglesia, en su dogma, nos enseña que en Dios no hay ninguna afirmación de sí mismo. Su trino ser personal consiste en salir de sí, proceder –como se dice en teología-. Jugando con las etimologías, la vida trinitaria es un ‘ex-sistir', un ‘salir de', no un ‘in-sistir', un ‘permanecer en', un afirmarse dentro. Y porque los Tres son ‘ex-sistencias' –en el sentido etimológico de la palabra- no hay Tres ‘in-sistencias' individuales, sino una sola ‘con-sistencia', o una sola subsistencia, y por lo tanto, un solo existir, un único Dios.
Porque, vean, no existe el ‘ego' del Padre. Toda su Persona es ‘regalarse al Hijo'. Ni existe el ‘ego' del Hijo, porque toda su Persona es recibir del Padre, en Él reconocerse, y con el Padre, entregarse en el Espíritu Persona. No hay ningún ‘ego' en Dios; hay puros ‘tú'. Nadie fija su mirada en sí mismo sino en el otro. Y por eso hay comunión perfecta, suma unidad.
Esto lo afirma la teología diciendo que las personas trinitarias son pura ‘relación', ‘referencia al otro'. Persona, en Dios, no es ser ‘en si', sino ser ‘para los otros', alguien ‘religado'. ”Relación individua y subsistente con la misma única divina subsistencia”, diría con precisión un teólogo profesional.
¡Qué distinta esta plasmación del yo personal en la Trinidad que la plasmación o estructuración del ‘ego' frente al ‘tu', en la dialéctica Fichteana o Hegeliana o incluso Freudiana, que implican la polaridad, el enfrentamiento, la afirmación del ‘ego' en puja antitética con el ‘tu' y con el ‘él'! Dialéctica destructora de sociedades y familias, en la que la afirmación de la personalidad pasa por la negación de la ajena, por la lucha de clases, por la diferencia de partidos, por la pugna mutua entre individuos.
¡Afirma tu personalidad! ¡Vive tu vida! ¡Libérate! Sé tú mismo. ¡Realízate! predica a gritos el pensamiento y la revolución modernos.
Mi ego antes que mi familia, mi sector político antes que el bien común, que la patria. Y allí estamos todos, haciendo girar el mundo alrededor nuestro, competencia de egos, lucha de sectores, cada uno lo más arriba posible aunque tenga que pisar a los demás. Y, como trágica consecuencia, todos abajo, porque disgregados, sin la fuerza de la unidad, sin familia y sin patria. Solos; y ni siquiera únicos como Dios, porque todos iguales y mediocres.
No. No es así como nos realizaremos como personas ni como nación; en el partido, en la dialéctica, en la ruptura con todas nuestras relaciones naturales y sobrenaturales, en la afirmación alocada de nosotros mismos. Porque en la cerrazón de nuestro egoísmo sólo encontraremos la pobreza de nuestro límite, y todo lo que toquemos y todos a cuantos toquemos, como con el toque de Midas al revés, lo convertiremos en parte exigua y digerida de nuestro yo.
No. A imagen de las Personas trinitarias, cuyo ser es exsistir, salir de sí mismas, afirmar a los demás, olvidarse de sus egos y encontrar su yo en el darse y el servir, en el tú y en el nosotros, ‘religados' a nuestros seres queridos y a Dios. Así seremos personas y así nos ha dicho Cristo: “Aquel que quiera conservar su ego lo perderá; aquel que lo pierda por amor a mí y a los demás, ése lo hallará”
Y al fin y al cabo, la vida de Jesucristo, el misterio luminoso de su Pascua, no es sino reflejo del eterno y trinitario existir divino: puro mirarse en los ojos de los otros, olvido de sí mismo, existir de Aquel que vino no a buscarse a sí mismo, no a ser servido, sino a servir y dar su vida por los demás.
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Tomado de Catecismo
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