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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

7 de junio de 2009

El Renacimiento




por D. Rafael Gambra Ciudad


Tomado de Centro Pieper






a preocupación teorética del siglo XIII ahogó en cierto modo el espíritu abierto, humano, de sencilla adaptación a la vida que caracterizó a la antigua cultura medieval. La afición estética y la estima por los poetas latinos, que perseguimos a través de Abelardo y de San Bernardo, culminaba en los albores del siglo XIII con las Florecillas de San Francisco de Asís, impulso profundo de amor hacia todo lo creado.

Pero los grandes espíritus del siglo de oro de la Escolástica se sintieron absorbidos por dos grandes empresas intelectuales: realizar la síntesis entre Cristianismo y aristotelismo, que ellos consideraban como la última palabra del saber divino y humano, y presentar, con ese arma invencible, batalla definitiva a la cultura islámica, que empezaba ya a declinar. Quizá en ninguna otra época de la Historia se entregaron los hombres a una obra del espíritu tan de lleno, con tanto entusiasmo y desinteresada buena fe. La filosofía escolástica es colectiva y casi anónima: cada innovación doctrinal procura esconderse tras el nombre y el prestigio de las grandes autoridades para buscar la mayor eficacia. Las individualidades parecen totalmente absorbidas por la obra misma, sin que ésta les dejase margen ni aun para el más lícito interés egoísta.

En estas condiciones no es de extrañar que la afición por el «buen decir», por el cultivo de las formas literarias, cediese ante el interés puramente teórico. De las tres materias que componían el trivium romano – ciclo escolar de lo que se llamaban «humanidades» – la gramática y la retórica cayeron en desuso, al tiempo que la dialéctica (arte de la discusión) se hipertrofiaba. Las obras de los grandes escolásticos del siglo XIII y del XIV son tan profundas, aguzadas y minuciosas como desprovistas de gracia literaria. El siglo XIV, por su parte, sin mejorar este aspecto, sino más bien empeorándolo, aplicó, como hemos visto, una acerada crítica a las grandes construcciones teológico-filosóficas, especialmente a la de Santo Tomás, en que habían culminado. De este modo el hombre de esta época se encuentra en una situación de crisis profunda: se siente inmerso en una cultura que no le ofrece los encantos de la belleza ni el amor a la vida, y que tampoco poseerá la fe y el entusiasmo hacia aquello que creía alcanzar: si no la verdad misma, el camino firme de su posesión. Ante esta ciencia árida, que no le habla ya a la sensibilidad ni a la inteligencia, experimenta el hombre necesidad de una profunda renovación.
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