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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

21 de junio de 2009

Elogio del libro




por Juan Manuel de Prada



Tomado de XLSemanal





os libros, que han maquillado la indigencia de tantos sabios impostados, han servido sobre todo para cobijar las palabras que dan sentido y cuenta de nuestra vida. Pero hoy vivimos una época embarullada y devota de las novedades en la que parece que los libros, recipientes ancestrales de la escritura, van a ser sustituidos por tecnologías que agilicen el suministro de información, procurándonos una ‘apariencia de sabiduría’, bajo el espejismo de una disponibilidad inmediata. El libro ha dejado de ser aquel objeto sagrado y excepcional, escaso y casi milagroso, de la Antigüedad; a la marea de papel impreso que nos anega, se ha sumado, además, el acopio de información que nos llega a través de la pantalla de nuestro ordenador. Apabullados por esa incesante avalancha informativa, ¿no corremos el peligro de sacrificar la búsqueda del verdadero conocimiento y de fiarlo todo a la mera fluencia de datos?

Aquel saber costoso de antaño, aquella memoria alumbrada con pocos, pero doctos libros juntos, ¿a qué ruinas se verán reducidos por la facilidad y la molicie de esas toneladas de datos que desfilan ante nuestra mirada, velocísimos y fugaces? Ciertamente, la tecnología expande nuestras posibilidades mentales, permite a nuestro entendimiento acceder a más vastos recintos, pero ¿acaso esos ímpetus colonizadores no se logran en detrimento de la profundidad? La facilidad de acceso a una información multiforme, proteica, a menudo nimia o epidérmica, ¿no adormece el estímulo de la memoria, la capacidad de concentración, el voluntarioso esfuerzo de penetrar los cimientos mismos de la sabiduría? La modernidad, tan frívolamente materialista, ha querido entronizar una forma utilitaria de inteligencia, desestimando el conocimiento que atañe a las verdades de la naturaleza humana y al milenario acervo cultural que nos constituye como seres humanos. ¿No estaremos fiándolo todo a un conocimiento superficial, tan abrumador y meteórico que ni siquiera deja su impronta en nuestra memoria? ¿No estaremos renunciando a nuestra filiación espiritual, al conformarnos con un acopio de datos que no retenemos y que, después de usados, arrojamos a la trituradora del olvido? Al apostar por un conocimiento fragmentario como un cristal reducido a añicos, ¿no estaremos volviendo la espalda al espejo de la sabiduría, que nos ofrece la visión cabal del universo? El conocimiento verdadero no se obtiene por la mera aglomeración de datos desmenuzados, servidos bajo una apariencia de accesibilidad que nos convierte en destinatarios pasivos. El conocimiento verdadero exige que sepamos otorgar cohesión a esos datos y, sobre todo, que busquemos sus raíces originarias, para así obtener una perspectiva plenamente comprensiva. Sin esa perspectiva, sin esa capacidad para rastrear en el pasado y proyectar el fruto de nuestras indagaciones sobre el futuro, no existe verdadero conocimiento, sólo sujeción a un presente ilusorio que es fármaco venenoso para la memoria, servil adoración al becerro de oro de la actualidad.

El signo de nuestra época, y también su condena, consiste en manejar información. En un mundo que se pretende cambiante, perpetuamente renovado, resulta imposible imponer los demorados ritos de la búsqueda del conocimiento, que en otro tiempo se erigían en motores de la sabiduría. Y puesto que la inmersión en un mundo huidizo y disperso nos deja huérfanos, hoy más que nunca es necesario intentar recomponer la imagen de un mundo estable, traspasado de duración y significado, un mundo en el que el tiempo vuelva a tener resonancia. Y si anhelamos el rescoldo de ese mundo donde el conocimiento y la memoria tienen su alcoba, si aún albergamos una semilla de repudio contra el caos, si aún aspiramos a derrocar la tiranía de la inmediatez, buscando un sentido vital que nos justifique, habremos de acudir a los libros. Porque en los libros, a la sombra benefactora del papel impreso, podremos abandonar el carrusel acelerado que convierte nuestros días en girándulas de artificio y banalidad, para adentrarnos en el difícil recinto donde anida la semilla inmortal del conocimiento, en las grutas subterráneas donde fluye, esbelta como el agua, la sabiduría que nace desde dentro de nosotros. Afuera quedan el ruido y la furia, pero el eco de los libros extenderá su resonancia sobre la realidad, aquietándola, pacificándola, haciéndola más habitable para siempre.


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