por Thomas Molnar
Tomado de Mikael Nº 3
Revista del Seminario de Paraná
Tercer cuatrimestre de 1973
n este artículo nos planteamos dos preguntas y no una sola, a pesar de que el título parecería limitar el tema. La primera la propone el título mismo; la segunda es ésta: siendo así que la mayoría de nuestros contemporáneos responde positivamente a la primera pregunta, ¿por qué en la actualidad (en realidad desde hace ya dos siglos) se llega a afirmar que la historia tiene un sentido? ¿Hay acaso períodos en la historia más inclinados a explorar el misterioso "sentido de la historia", cuando otros períodos apenas si se plantean este problema?
En el fondo, creo que las dos preguntas son una sola. Nuestra época busca la significación de la historia, y ello una vez que la sociedad se ha cuestionado a sí misma, y más que la sociedad, la civilización. Se da entonces una tendencia natural a explorar conjuntos cada vez más amplios, como si el sentido denegado a agrupaciones humanas en un nivel inferior pudiera serles devuelto en una escala mayor. Esta impaciencia por captar el sentido de la totalidad del tiempo, pero que escapa al observador y al sistematizador por el hecho de su indeterminación, esta impaciencia, digo, ha nacido con el cristianismo, aun cuando durante siglos, mucho tiempo después del Año 1 de la era cristiana, los hombres estuvieron obsesionados por la caída del Imperio Romano e interesados no ya en el sentido de la historia sino en las causas de la decadencia romana. El cristianismo, por su parte, coloca la finalidad del hombre más allá de la historia, sin que haya repetición o "eterno retorno". Un cristiano (un miembro de la sociedad identificada como cristiana) se encuentra así en una posición que no conocen ni el judío ni el greco-romano: el primero ve el sentido de la historia en la llegada del Mesías, que hará de Jerusalen una ciudad deslumbrante entre todas las demás; el segundo ve en la Historia o bien acontecimientos desatados por las pasiones humanas, o la fatalidad de la decadencia y de la renovación.
Sólo el cristiano debe mirar la historia con un fin en el más allá y en la voluntad divina. Para influir en el más allá ha de insertarse en la economía de la salvación y esperar el resto de la gracia. En cuanto a la voluntad divina, el cristiano no tiene poder, e incluso uno se pregunta si es capaz de escrutarla.
Parece pues que el cristiano sólo tiene poder sobre su propia salvación, y que un abismo se abre ante sus pies (sentimiento evidentemente mitigado por su fe en la providencia divina) cuando quiere rastrear otro sentido de la historia que no sea el individual, el suyo propio. Además, el hombre sabe que los demás están en una misma situación: con su voluntad libre realizan juntos la historia pero corren el riesgo de deshacer por la tarde lo que hicieron a la mañana, de manera que es imposible descifrar la trama resultante: Dios escribe derecho con líneas torcidas.
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En el fondo, creo que las dos preguntas son una sola. Nuestra época busca la significación de la historia, y ello una vez que la sociedad se ha cuestionado a sí misma, y más que la sociedad, la civilización. Se da entonces una tendencia natural a explorar conjuntos cada vez más amplios, como si el sentido denegado a agrupaciones humanas en un nivel inferior pudiera serles devuelto en una escala mayor. Esta impaciencia por captar el sentido de la totalidad del tiempo, pero que escapa al observador y al sistematizador por el hecho de su indeterminación, esta impaciencia, digo, ha nacido con el cristianismo, aun cuando durante siglos, mucho tiempo después del Año 1 de la era cristiana, los hombres estuvieron obsesionados por la caída del Imperio Romano e interesados no ya en el sentido de la historia sino en las causas de la decadencia romana. El cristianismo, por su parte, coloca la finalidad del hombre más allá de la historia, sin que haya repetición o "eterno retorno". Un cristiano (un miembro de la sociedad identificada como cristiana) se encuentra así en una posición que no conocen ni el judío ni el greco-romano: el primero ve el sentido de la historia en la llegada del Mesías, que hará de Jerusalen una ciudad deslumbrante entre todas las demás; el segundo ve en la Historia o bien acontecimientos desatados por las pasiones humanas, o la fatalidad de la decadencia y de la renovación.
Sólo el cristiano debe mirar la historia con un fin en el más allá y en la voluntad divina. Para influir en el más allá ha de insertarse en la economía de la salvación y esperar el resto de la gracia. En cuanto a la voluntad divina, el cristiano no tiene poder, e incluso uno se pregunta si es capaz de escrutarla.
Parece pues que el cristiano sólo tiene poder sobre su propia salvación, y que un abismo se abre ante sus pies (sentimiento evidentemente mitigado por su fe en la providencia divina) cuando quiere rastrear otro sentido de la historia que no sea el individual, el suyo propio. Además, el hombre sabe que los demás están en una misma situación: con su voluntad libre realizan juntos la historia pero corren el riesgo de deshacer por la tarde lo que hicieron a la mañana, de manera que es imposible descifrar la trama resultante: Dios escribe derecho con líneas torcidas.
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