por D. Rafael Gambra Ciudad
ntre las primeras figuras del pensamiento o de la política, hay hombres llamados a participar –como protagonistas o como inspiradores- el los grandes hechos de la Historia; otros, en cambio, parecen destinadossólo a mantener el fuego sagrado de un ideal o de una misión, a transmitir de una a otra generación laantorcha encendida de una ilusión de un espíritu.
Vázquez de Mella perteneció claramente a estos últimos. Entra en la vida pública española después de la segunda Guerra Carlista, cuando los ideales que habían animado a aquel gran movimiento de rebeldía popular parecían asfixiarse bajo el peso de la derrota, y de la ruina de mucho hogares, del ansia de paz y de olvido.
Su vida política se extiende a lo largo de aquel enervante período que va desde la restauración de Sagunto hasta la caída definitiva de la monarquía constitucional, época de la amarga crisis nacional de 98 y de los impulsos regeneradores por vía europeizante. Su muerte (1928) se produce en la última parte de la Dictadura, es decir, antes de la gran eclosión de sentimiento españolista y tradicional que provocó la segunda República, y se culminaría con el Movimiento Nacional. No conoció, pues, aquella magnífica delimitación de campos en la que el espíritu cristiano contrario a la Revolución dejó de ser meramente conservador, anémicamente liberal, para abrazar por entero las ideas de que él fue cantor y apóstol, ideas que quizá llegara a juzgar, en sus momentos de desaliento, confinadas ya a una minoría ininfluyente. No le fue dado conocer ni las ilusionadas esperanzas de la segunda Corte de Estella, ni la increíble realidad de revivir, en pleno siglo XX, otra guerra en la línea de las carlistas, coronada ahora por una victoria que esperaron cinco generaciones de españoles leales.
Sin embargo, hoy, a los sesenta años de su entrada en la vida parlamentaria, puede apreciarse el extraordinario papel histórico que cumplió su obra.
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