por Gilbert Keith Chesterton
Título original: «The worship of the wealthy»,
en All Things Considered
bservo que se ha introducido en nuestra literatura y periodismo una nueva forma de lisonjear al rico y al grande. En tiempos más sencillos y honestos, la lisonja era también más sencilla y honesta; la falsedad, más verdadera. El pobre que quería agradar al rico le decía que era el más sabio, valiente, alto, fuerte, benévolo y apuesto del mundo, y aunque el rico seguramente sabía que nada de eso era verdad, ningún daño había. Cuando los cortesanos hacían el elogio de un rey, le atribuían cosas de todo punto improbables, diciendo que se parecía al sol del cenit, que cuando entraba en la estancia debían cubrirse los ojos, que sus súbditos no podían vivir sin él o que había conquistado Europa, Asia, África y América con su sola espada. Lo que salvaba esta especie de alabanza era lo artificioso de ella; entre el rey y su imagen pública no había relación alguna. En cambio, los modernos han inventado un tipo de elogio mucho más sutil y ponzoñoso, que consiste en hacer un retrato creíble de la personalidad del príncipe o del rico, reputándolo verbigracia por persona seria, campechana o reservada, o amante del deporte o del arte, para entonces poner por los cuernos de la luna el valor e importancia de estas cualidades naturales. Los que alaban al señor Carnegie no dicen que es sabio como Salomón y valiente como Marte; ojalá lo hicieran. La segunda cosa honesta que a continuación harían sería confesar la verdadera razón de sus elogios, que no es otra que la de que tiene dinero. Los periodistas que escriben sobre el señor Pierpont Morgan no dicen que es tan bello como Apolo; ojalá lo hicieran. Lo que hacen es tomar la vida superficial del hombre rico, sus costumbres, ropa, aficiones, amor a los gatos, desprecio de los médicos y demás, y, fundados en este realismo, convertirlo en un profeta y un mesías de su clase, cuando no es sino un tonto común y corriente al que gustan los gatos o disgustan los médicos. El cumplimentador de antes daba por sentado que el rey era un hombre como cualquier otro y se esforzaba por hacerlo extraordinario; el cumplimentador de hoy, más listo, da por sentado que es extraordinario, y que, en consecuencia, aun lo más ordinario de él reviste interés.
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