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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

30 de marzo de 2011

Santo Tomás de Aquino: Escritos políticos (6)







Tomado de la Editorial Virtual



Traducción y selección de textos por Juan Antonio Widow







VI. LAS VIRTUDES POLÍTICAS



Cuestión disputada sobre la Caridad
Artículo 2, en el cuerpo:

Como la virtud es la que opera en orden al bien, de cada virtud se requiere que se halle de tal modo dispuesta respecto del bien, que actúe bien, es decir, voluntaria, pronta y deleitablemente, y también con firmeza: éstas son, en efecto, las condiciones de la acción virtuosa, las cuales no se pueden dar si el que actúa no ama el bien por el cual actúa, puesto que el amor es el principio de todo afecto de la voluntad. Lo que se ama se desea mientras no se tiene, produce deleite cuando se tiene, y la tristeza sobreviene por aquello que impide poseerlo. Además, aquello que se hace por amor, se hace firme, pronta y deleitablemente. En consecuencia, para la virtud se requiere amor del bien en orden al cual la virtud opera. (...) Si el hombre es admitido a participar del bien de una ciudad, y se hace ciudadano de ella, le corresponde tener las virtudes para obrar lo que es propio del ciudadano, y por ello amar el bien de la ciudad. Así, el hombre que, por la divina gracia, es admitido a participar de la celestial bienaventuranza, que consiste en la visión y fruición de Dios, se hace cual ciudadano y socio de la sociedad bienaventurada, a la cual se la llama Jerusalén celeste, según aquello de Efesios 2, 19: “Sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios”. Por lo cual, al hombre así incorporado a las cosas celestes le competen ciertas virtudes gratuitas, que son las virtudes infusas; para cuya debida operación se exige el amor del bien común de toda sociedad en absoluto, que es el bien divino, en cuanto es objeto de la bienaventuranza.

Ahora bien, amar el bien de una ciudad ocurre de dos modos: uno, para poseerlo; otro, para conservarlo. Amar el bien de una ciudad para tenerlo y poseerlo, no es lo que hace al buen político, pues de esta manera también un tirano ama el bien de una ciudad, para dominarla; lo cual es amarse a sí mismo más que a la ciudad: desea, en efecto, este bien para sí, no para la ciudad. Pero amar el bien de la ciudad para conservarlo y defenderlo, es amar verdaderamente a la ciudad; lo cual hace al buen político, en tanto que, para conservar y extender el bien de la ciudad, se expone al peligro de muerte y desdeña el bien privado.

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