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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

6 de julio de 2008

El «genio religioso» de Lutero



por Juan Manuel de Prada

Tomado de ABC.es




CUANDO un periódico abre sus páginas a un maestro, su lectura se convierte en un festín de la inteligencia; y esa bendición acaba de caernos a los lectores de ABC con la incorporación de Eugenio Trías, que ayer se estrenaba con una estimulante tercera titulada «La Biblia y nuestros hábitos lectores». Tan estimulante que me lleva a polemizar con el maestro, solicitando la benevolencia del lector. En su tercera, Trías proponía que la indigencia lectora de los españoles podría tener su origen en el «catolicismo romano», que a diferencia de las confesiones reformadas ha sido reticente «a entregar al feligrés el texto bíblico». Trías considera con buen criterio que leer la Biblia «podría ser el mejor modo de fortalecer la conciencia religiosa». Falta determinar, sin embargo, si la modalidad luterana de lectura bíblica ha traído al mundo el fortalecimiento de tal conciencia, o más bien lo contrario.
La Reforma de Lutero hizo realidad amarga la parábola de la cizaña y el trigo. Lutero, en un rapto megalómano, quiso arrancar antes de tiempo esa cizaña (la corrupción de la Iglesia) y lo que hizo más bien fue desperdigarla. Rompió la unidad de la Iglesia, trayendo a cambio libertad, muchisísima libertad: libre examen, libre expresión de la fe religiosa, libre lectura de la Biblia, etcétera. Tantisísima libertad que, a la postre, el protestantismo se quedó hecho unos zorros; y, si no desapareció del todo, fue porque restauró una serie de cosas -subsistentes en la Iglesia católica- que había empezado por repudiar: liturgia, organización eclesiástica, etcétera. Decía Chesterton que la confianza en nuestro padre no nace de que lo consideremos un montón de verdades, sino alguien que dice la verdad; y las verdades en las que cree el católico no están en un amontonamiento informe de dogmas, sino en la vida viva de la Iglesia, que les da forma y sentido. Esta idea del magisterio vivo de la Iglesia no logró entenderla Lutero, que presentó la inspiración personal de cada hombre aferrado a su Biblia como una liberación de la tiranía papal. Lutero ignoraba -o fingió que ignoraba- que la ayuda del Espíritu prometida a la Iglesia no quiere decir que cada quisque se puede convertir en exegeta cada vez que lee la Biblia.
Ya sabemos cuál es la novedad teológica introducida por Lutero, su «genio religioso». Consiste en decir que Jesús ya sufrió por nuestros pecados y que, por lo tanto, ya estamos perdonados; así que, para salvarnos, basta con que se nos apliquen los méritos de Jesús por medio de la fe. Así, si piensas que crees, esa fe basta; pero cuando no vives como piensas, terminas pensando como vives. La palabra, bien lo sabe Trías, no es en sí misma sabiduría, sino sirvienta de la sabiduría; y, cuando se rebela contra esa servidumbre, se convierte en charlatanería vacua. Como escribió el gran Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas». La lectura de la Biblia requiere la estrella de la fe, pero también conocimientos culturales sólidos y hábitos curtidos de meditación. La lectura luterana de la Biblia desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado la lectura en general y, por proceso virulento de metástasis, la cultura occidental toda: deseo orgulloso de saber sin estudiar, soberbia de la ignorancia, etcétera; lo cual, naturalmente, no tarda en complicarse con elementos de escepticismo y de destrucción voluptuosa del tesoro heredado de la tradición; elementos que alimentan y fortalecen la muerte de la conciencia religiosa. La lectura de la Biblia preconizada por Lutero ha traído, en definitiva, una suerte de fatuidad intelectual que convierte el deleite del entendimiento en un fin en sí mismo, cuando debería ser un medio para alcanzar la sabiduría. Y los deleites del entendimiento acaban degenerando, inevitablemente, en aberraciones del entendimiento: y, así, hay gente que lee el Cantar de los Cantares como si fuese una especie de Kamasutra finolis, y el Apocalipsis como si fuese un compendio de astrología patafísica, y los Evangelios como si fuesen una colección de dulces consejas moralistas. ¡Bendita reticencia del catolicismo romano a este tipo de lectura bíblica! En esa heroica reticencia subsiste la poca sabiduría que resta en el mundo.

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