Este es un artículo doble, por un lado el artículo mismo, por otro la presentación de este sacerdote ejemplar.
Por el R.P. Osvaldo Lira SSCC
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Todas las ideas, cuando se insiste demasiado sobre ellas, corren peligro de convertirse en tópicos. Parece que la idea de la Hispanidad estuviese a punto de incurrir en ello a juzgar por el interés que está sintiendo cierto núcleo de espíritus «escogidos» en presentarla bajo formas verdaderamente extrañas, como, por ejemplo, la de contraposición diametral con la idea de Europa. Peligro grave también ésta para la idea de Hispanidad; porque, ¿quién sería el español dotado de arrestos suficientes para optar, en la alternativa Europa-Hispanoamérica, por el extremo americano? No es que dudemos del amor de España hacia su obra maestra, sino que anotamos, simplemente, cómo dicha opción vendría a suponer, para el español que tal hiciese, caso de ser correcto el planteamiento de la disyuntiva, el renegar de su propio ser histórico.
No se trata de hipótesis. En varias ocasiones hemos oído afirmar a personas de cierta responsabilidad que la obra de acercamiento entre España y los antiguos reinos españoles de América, emprendida por ciertos sectores espirituales de una y otra orillas del Atlántico, equivaldría a una verdadera deserción por parte de la nación española para con Europa. Se insiste en que España está en Europa y no en América, y que, por consiguiente, es en Europa y no en América donde residen y deben custodiarse sus más caros intereses. Sobre todo, en que la labor de acercamiento a Hispanoamérica traería como consecuencia inevitable –dicen ellos– un conflicto más o menos serio con Norteamérica, dado que la gran organización política sajona parece haberse reservado como esfera de influencia el territorio y la población de todas las repúblicas hispanoamericanas. Hasta aquí los europeístas, haciendo constar, por nuestra parte, que no hemos agregado por cuenta propia absolutamente nada.
Lo primero que es preciso definir ahora es la idea de Europa, porque será éste el único modo de evitar que se caiga en un funesto quid pro quo. Que, al acercarse España a América, deserta de Europa –dicen– ¡Pero de qué Europa! Porque si es de aquella que brota de la Reforma y que recibe su consagración legal, que no legítima, en Westfalia, lo primero que se le ocurre pensar a todo el que tenga conciencia clara de los fenómenos históricos, es que de semejante Europa lo mejor es desertar. ¿Es que puede concebirse para España, en este caso, otra actitud que no vaya en contra de su dignidad nacional?
Si, por el contrario, se trata de lo que podríamos llamar la Europa eterna, la cosa cambia por completo. Los principios que engendraron esta Europa son los que quedaron concretados en el Edicto de Milán, primero, y luego, en la creación del Sacro Imperio. Son, por tanto, los que presidieron también el nacimiento y desarrollo de la América española. ¿Cómo, entonces, podría cobrar el acercamiento de España a Hispanoamérica, respecto de esta Europa, caracteres de deserción? Tendríamos entonces que admitir el absurdo de que los principios que provocan el nacimiento de una realidad son radicalmente incompatibles con los que la mantienen en el ser...
Pensemos un instante en la misión que, sin duda le compete a España en esta dolorosa encrucijada histórica: la de exponer e imponer los principios cristianos en la vida política de los pueblos. Exponerlos resulta mucho más fácil que imponerlos. Mucho más fácil y mucho menos útil. Su sola exposición por parte de España no ha de enderezar en lo más mínimo el curso temeroso que sigue la vida política europea; porque los poderosos de la tierra no suelen escuchar al que se presenta en condiciones materiales relativamente inferiores, incluso si, como en el presente caso, les aventaja en nobleza de abolengo espiritual. Las puras sugerencias españolas serán miradas con desconfianza por las potencias directoras de la política europea, si no con manifiesta hostilidad. Sería preciso, entonces, pasar de la mera exposición a la verdadera imposición. Y que no nos asuste la palabra. Sí; a la imposición de unos principios que traerán beneficios para todos; para quienes los impusiesen y para quienes, de buen o mal grado, se los dejasen imponer. Y aquí sí que tiene que entrar necesariamente en juego el acercamiento hispanoamericano. Es decir, que España debe procurar la unión cada vez más estrecha con América si quiere pasar de la simple exposición a la verdadera imposición en Europa de los principios que hicieron a Europa.
«Es que son ustedes un país muy especial», le decía no hace mucho tiempo a un amigo nuestro un profesor norteamericano, que, por añadidura, tenía pujos de hispanista. Y esto lo decía porque nuestro amigo le enrostraba la injusticia implicada en insistir sobre los asesinatos cometidos durante el Movimiento liberador español cuando disculpaba los que se perpetraron en cierto país norte-europeo a raíz de la retirada de los ejércitos germánicos. No eran los asesinatos, era la especialidad del carácter español lo que provocaba la antipatía del profesor norteamericano; o hablando en claro romance castellano, era el espíritu español, eran las cualidades privativas del carácter español lo que le hacía justificar la inquina que sienten hacia España los capitostes de la política internacional, ya que es la especialidad o lo específico lo que constituye el manantial primero intrínseco de las cualidades distintivas de un ser. Esto nos debe servir de lección. España, sin fuerza material, sin posibilidades de imposición por parte suya no podrá encontrar más que desconfianza y antipatía de parte del mundo actual. Con fuerza material se hará oír a pesar de todo. Y esa fuerza es obvio que sólo la podrá encontrar en Hispanoamérica.
Es evidente que los doscientos millones de iberos podríamos contar con la posibilidad de imponer nuestro espíritu mucho mejor que veintiocho millones de españoles. Hoy día resulta necio y extemporáneo pretender que en el plano de las realidades políticas internacionales puede conseguirse cualquier cosa sin una fuerte base demográfica y una economía moderna y bien saneada. Una y otra cosas estarán por igual a nuestro alcance si se lleva a efecto la unión de España con América, una unión que ha de suponer naturalmente la de cada país de los hispanoamericanos con todos los demás. Claro está que los partidarios de un europeísmo a ultranza podrían respondernos que esas mismas fuerzas las podría encontrar España uniéndose con las demás naciones europeas, en especial con aquellas que, como Italia y Francia, pueden quedar incluidas junto con ella en el rubro común de la latinidad. Pero la respuesta no lograría adquirir jamás vigencia social. En la naturaleza misma de las cosas está que los elementos más aptos para unirse de modo duradero han de ser los que se encuentren mutuamente dotados de mayor afinidad. Por tal motivo, seria ridículo intentar establecer unión prescindiendo de la afinidad o, con mayor razón aún, yendo en contra de sus exigencias. Tal contubernio no podría sino engendrar monstruos. Las ramas no podrán mantenerse lozanas sino en comunión vital con la raíz. Pero que no se inquieten los europeístas. La Hispanidad no ha tenido ni tendrá jamás el más pequeño matiz agresivo. La unión mutua de todos los miembros de la familia hispánica no tiene como objetivo excluir la unión con los demás países, sino tan sólo el procurar que dicha unión se efectúe en las debidas condiciones.
No hay tampoco que ver en ello manifestación alguna de soberbia. Lo que pasa es que cada nación representa un peón insustituible en el ajedrez divino, y que, por consiguiente, cada cual se halla obligada a cumplir con una misión determinada. Esto trae como consecuencia que cada nación debe también buscar y hallar los medios necesarios para llevarla a cabo, so pena de hacerse reo de cierto pecado de infidelidad colectiva. Ahora bien; es preciso confesar que el proceso histórico de desarrollo de la comunidad hispánica que estamos presenciando no ha dado motivo alguno para que se le pueda tachar de exclusivista o xenófobo. Lo único que se pretende es que se respete por todos la libertad de asociación. Si las restantes comunidades culturales o raciales no intervienen abusivamente en nuestros asuntos particulares no tendrán nada que temer de parte nuestra; pero si, por el contrario, se entremezclan en lo que no les atañe, no deberán admirarse que la reacción revista ciertos caracteres. Y conste que las intervenciones abusivas pueden ser de muchos tipos, y que, a veces, las más arteras son las más irritantes.
Resumiendo: el desarrollo y fortalecimiento de la Hispanidad, lejos de significar el abandono por parte de España, de su idiosincrasia y misión europeas, ha de brindarle, de suyo, los mejores instrumentos para su feliz y pronta realización. España se dirige a Hispanoamérica para sacar de esa unión las fuerzas necesarias que han de permitir imponer en Europa la vigencia estable de los valores europeos. En otras palabras, para hacer que Europa vuelva a ser europea. Para que la Europa geográfica y al través de ella el mundo todo entero vuelva a ser, otra vez, Europa espiritual.
Tomado de Revista Arbil
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