por Vittorio Messori
Cuando se viaja en vacaciones no faltan en modo alguno las ocasiones para hacer provechosas reflexiones. Por ejemplo, quienes al dirigirse a las playas meridionales desciendan hacia el sur de Roma podrán meditar un poco sobre la razón de que la abadía de Montecassino todavía se alce sobre la acrópolis, aunque sólo sea como una reconstrucción completa, como falsificación histórica.
En las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, se llevaron a la práctica como nunca se había producido antes los esquemas del maniqueísmo: sólo existía el bien en un bando, el de las democracias anglosajonas, portadoras de civilización siempre y en cualquier lugar; el mal reinaba en el otro lado, el de la Alemania nazi, toda barbarie y maldad. Naturalmente, existen muy buenas razones para esta división entre luces y tinieblas. Y, al final, Italia ha podido confirmar su función histórica providencial provocando, si bien involuntariamente, la derrota del terrible Reich. Hitler, en sus últimos Tischreden, los «discursos de sobremesa», que siempre fueron rigurosamente transcritos (una costumbre alemana, por cierto: Martín Lutero y sus discípulos también nos han dejado los necesarios resúmenes), Hitler, pues, mientras las granadas soviéticas retumbaban ya sobre las bóvedas del búnker, reconoció que la alianza con Italia había sido su ruina. Ésta, pretendiendo «romperle los riñones» a Grecia, se encontró en cambio con que le invadían media Albania y casi se vio lanzada al mar por el pequeño pero combativo ejército helénico.
Atascados de este modo en los Balcanes, tuvo que ser el Blitz alemán el que salvara a los italianos mediante la invasión de Yugoslavia, pillando a los griegos desprevenidos. Fue una campaña imprevista e indeseada por el Estado Mayor de Berlín, pero que venía impuesta por la necesidad de sacar a los veleidosos y chapuceros aliados del embrollo en el que ellos mismos se habían metido.
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