Habéis Querido, señores, venir en gran número a visitarnos con ocasión del X Congreso Internacional de Ciencias Históricas; os acogemos gozosos y con la convicción de que este acontecimiento reviste un alto signmcado. Quiza jamás se ha reunido en Roma, centro de la Iglesia, y en la morada del Papa un grupo tan distinguido de sabios historiadores. Por otra parte, no tenemos en modo alguno la impresión de encontrarnos frente a desconocidos o extranjeros. Muchos de vosotros, en efecto, os habréis contado entre los millares de historiadores que han trabajado en la biblioteca o en los archivos vaticanos, abiertos desde hace exactamente setenta y cinco años. Y, de otra parte, vuestra actividad de investigadores o de profesores os habrá proporcinado ocasión, a la mayor parte si no a todos, de poneros de algún modo en contacto con la Iglesia católica y el Papado.
Aunque la historia sea una ciencia antigua, es necesario contemplar los últimos siglos y el desarrllo de la crítica histórica para que alcance la perfección en que hoy está situada. Gracias a la rigurosa exigencia de su método y al celo infatigable de sus especialistas, podéis enorgulleceros de conocer el pasado con más detalles, de juzgarlo con más exactitud que cualquiera de vuestros antecesores. Este hecho subraya más la importancia que Nos atribuimos a vuestra presencia en este lugar.
La historia se sitúa entre las ciencias que guardan estrechas relaciones con la Iglesia católica. Hasta tal punto, que Nos no hemos podido dirigiros Nuestro saludo de bienvenida sin mencionar casi involuntariamente este hecho. La Iglesia católica es ella misma un hecho histórico; como una poderosa cordillera atraviesa la historia de los dos últimos milenios; cualquiera que sea la actitud adoptada respecto de ella, es cierto que es imposible no encontrarla en el camino. Los juicios que sobre ella se han dado, son muy variados; significan la aceptación total o el repudio más decisivo. Pero, cualquiera que sea el veredicto final del historiador, cuya tarea de ver y de exponer - tales cuales han sucedido, en la medida de lo posible - los hechos, los acontecimientos y las circunstancias, la Iglesia cree poder esperar de él que se informe en todo caso de la conciencia histórica que ella tiene de sí misma, es decir, de la manera en que ella se considera como un hecho histórico y de la forma en que ve su relación con la historia humana.
Esta conciencia que la Iglesia tiene de si misma os la quisiéramos decir, en una palabra, citando hechos, circunstancias y concepciones que nos parecen revestir una más fundamental significación.
Para comenzar quisiéramos refutar una objeción que, por decirlo así, se presenta de sopetón. El cristianismo, se decía y se dice todavía, adopta ante la historia una posición hostil, porque ve en ella una manitestación del mal y del pecado; catolicismo e historicismo son conceptos antitéticos. Señalemos desde ahora que la objeción así formulada considera historia e historicismo como dos conceptos equivalentes. En ello está el error. El término «historicismo» designa un sistema filosófico que no percibe en toda la realidad espiritual, en el conocimiento de la verdad, en la religión, en la moralidad y en el derecho más que cambio y evolución, y rechaza, por consiguiente, todo lo que es permanente, eternamente valioso y absoluto. Tal sistema es sin duda inconciliable con la concepción católica del mundo y, en general, con toda religión que reconozca un Dios personal.
La Iglesia católica sabe que todos los acontecimientos se desarrollan según la voluntad o la permisión de
Esta afirnación responde por sí sola a la objeción mencionada. Entre el cristianismo y la historia no se descubre ninguna oposición en el sentido de que la historia no sería sino una emanación o una manifestación del mal. Jamás la Iglesia católica ha enseñado tal doctrina. Desde la antiguedad cristiana, desde
La Iglesia reconoce gustosa las realidades buenas y valiosas, incluso las que existían antes de ella, incluso las de fuera de su dominio. San Agustín, sobre el que se apoyan los contradictores interpretando mal su «De Civitate Dei», y que no disimula su pesimismo, es absolutamente claro en su pensamiento. En efecto, escribía al tribuno y notario imperial Flavio Marcelino, a quien dedicó esta gran obra: «Deus enim sic ostendit in opulentlsisimo et praeclaro imperio Romanorum, quantum valerent civiles sine vera religione, virtutes, ut intelltgeretur, hac addita, fieri homines cives alterius civitatis, cuius rex veritas, cuius lex caritas, cuius modus æternitas» (Ep. 138 n. 17, Migne P. L. t. 33, col. 533). Agustín ha traducido en estas palabras la opinión constante de la Iglesia.
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