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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

20 de septiembre de 2008

HISTORIADORES EN EL VATICANO

[1DISCURSO DE PÍO XII
AL
X CONGRESO
INTERNACIONAL DE CIENCIAS HISTÓRICAS


Habéis Querido, señores, venir en gran número a visitarnos con ocasión del X Congreso Inter­nacional de Ciencias Históricas; os acogemos gozosos y con la convicción de que este acon­tecimiento reviste un alto signmcado. Quiza jamás se ha reunido en Roma, centro de la Iglesia, y en la morada del Papa un grupo tan distin­guido de sabios historiadores. Por otra parte, no tenemos en modo alguno la impresión de encontrarnos frente a desconocidos o extranjeros. Muchos de vosotros, en efecto, os habréis con­tado entre los millares de historiadores que han trabajado en la biblioteca o en los archivos vati­canos, abiertos desde hace exactamente setenta y cinco años. Y, de otra parte, vuestra actividad de investigadores o de profesores os habrá pro­porcinado ocasión, a la mayor parte si no a todos, de poneros de algún modo en contacto con la Iglesia católica y el Papado.

Aunque la historia sea una ciencia antigua, es necesario contemplar los últimos siglos y el desarrllo de la crítica histórica para que alcan­ce la perfección en que hoy está situada. Gracias a la rigurosa exigencia de su método y al celo infatigable de sus especialistas, podéis enorgulleceros de conocer el pasado con más detalles, de juzgarlo con más exactitud que cual­quiera de vuestros antecesores. Este hecho subraya más la importancia que Nos atribuimos a vuestra presencia en este lugar.


LA IGLESIA TIENE CONCIENCIA DE SER ELLA MISMA UN GRAN HECHO HISTÓRICO


La historia se sitúa entre las ciencias que guardan estrechas relaciones con la Iglesia ca­tólica. Hasta tal punto, que Nos no hemos podido dirigiros Nuestro saludo de bienvenida sin mencionar casi involuntariamente este hecho. La Iglesia católica es ella misma un hecho histórico; como una poderosa cordillera atraviesa la historia de los dos últimos milenios; cualquiera que sea la actitud adoptada respecto de ella, es cierto que es imposible no encontrarla en el camino. Los juicios que sobre ella se han dado, son muy variados; significan la aceptación total o el repudio más decisivo. Pero, cualquiera que sea el veredicto final del historiador, cuya tarea de ver y de exponer - tales cuales han sucedido, en la medida de lo posible - los hechos, los acontecimientos y las circunstancias, la Iglesia cree poder esperar de él que se informe en todo caso de la conciencia histórica que ella tiene de sí misma, es decir, de la manera en que ella se considera como un hecho histórico y de la for­ma en que ve su relación con la historia humana.

Esta conciencia que la Iglesia tiene de si misma os la quisiéramos decir, en una palabra, citando hechos, circunstancias y concepciones que nos parecen revestir una más fundamental significación.


LA IGLESIA NO CONCIBE LA HISTORIA COMO MANIFESTACIÓN DEL MAL


Para comenzar quisiéramos refutar una ob­jeción que, por decirlo así, se presenta de sope­tón. El cristianismo, se decía y se dice todavía, adopta ante la historia una posición hostil, porque ve en ella una manitestación del mal y del pecado; catolicismo e historicismo son conceptos antitéticos. Señalemos desde ahora que la obje­ción así formulada considera historia e histori­cismo como dos conceptos equivalentes. En ello está el error. El término «historicismo» designa un sistema filosófico que no percibe en toda la realidad espiritual, en el conocimiento de la ver­dad, en la religión, en la moralidad y en el de­recho más que cambio y evolución, y rechaza, por consiguiente, todo lo que es permanente, eternamente valioso y absoluto. Tal sistema es sin duda inconciliable con la concepción católica del mundo y, en general, con toda religión que reconozca un Dios personal.

La Iglesia católica sabe que todos los acon­tecimientos se desarrollan según la voluntad o la permisión de la Divina Providencia y que Dios persigue en la historia sus propios objeti­vos. Como el gran San Agustin ha dicho con una concisión muy clásica: Lo que Dios se propone «hoc fit, hoc agitur; etsí paulatim perag­tur, indesinenter agitur» (Enarratio in Ps. 109 n. 9. Migne P. L. t. 37, col. 1452). Dios es realmente el Señor de la historia.

Esta afirnación responde por sí sola a la objeción mencionada. Entre el cristianismo y la historia no se descubre ninguna oposición en el sentido de que la historia no sería sino una emanación o una manifestación del mal. Jamás la Iglesia católica ha enseñado tal doctrina. Des­de la antiguedad cristiana, desde la época Pa­trística, y más particularmente tras del conflicto espiritual con el protestantismo y el jansenismo, la Iglesia ha tomado neta posición ante la na­turaleza; de aquí que ella afirme que el pecado no la ha corrompido, que permanece interiormente intacta, aún en el hombre caído; que el hombre antes del cristianismo y el que no ha llegado a ser cristiano podía y puede realizar acciones buenas y honestas, aun haciendo abstracción del hecho de que toda la humanidad, incluida la anterior al cristianismo, esta bajo la influencia de la gracia de Cristo.

La Iglesia reconoce gustosa las realidades buenas y valiosas, incluso las que existían antes de ella, incluso las de fuera de su dominio. San Agustín, sobre el que se apoyan los contradic­tores interpretando mal su «De Civitate Dei», y que no disimula su pesimismo, es absolutamente claro en su pensamiento. En efecto, es­cribía al tribuno y notario imperial Flavio Mar­celino, a quien dedicó esta gran obra: «Deus enim sic ostendit in opulentlsisimo et praeclaro imperio Romanorum, quantum valerent civiles sine vera religione, virtutes, ut intelltgeretur, hac addita, fieri homines cives alterius civitatis, cuius rex veritas, cuius lex caritas, cuius modus æternitas» (Ep. 138 n. 17, Migne P. L. t. 33, col. 533). Agustín ha traducido en estas palabras la opinión constante de la Iglesia.

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