Mateo escribía su Evangelio hacia el año 44, es decir, una docena de años después de la muerte de Jesús. Escribía sobre los lugares del acontecimiento, en medio de testigos que habrían podido contradecirle fácilmente. Escribía en arameo, lengua común del país. Judío, escribía para los judíos. No es extraño que le preocupara particularmente probar la mesianidad de Jesús y el cumplimiento de las profecías en él y por él.
Comienza su Evangelio por una genealogía de Jesús. Esa genealogía, típicamente semita, está compuesta de una manera a la vez extraña y conmovedora, extraña a causa de su perfección geométrica de pieza organizadora; conmovedora por toda lo que evoca de aventura humana.…
Pero lo que nos conmueve no es esa bella arquitectura, un poco artificial, sino la manera como la ha roto Mateo intencionadamente, al introducir, en esa largo serie de nombres masculinos, cinco nombres de mujeres, cuando en el país semita la mujer no contaba en las genealogías.
Esas cinco mujeres son: Thamar, nuera de Judá, hijo de Jacob, que se prostituyó con él; Rahab, una prostituta de Jericó, que traicionó a la ciudad; Ruth, una pagana que se ofreció a Booz y se hizo ser tomada en matrimonio por él; la mujer adúltera de Urías, ese capitán de David a quien el mismo rey hizo cobardemente perecer después de haberle quitado su mujer. Y, finalmente, María, madre de Jesús.
El incesto, la prostitución mezclada con la traición, el adulterio mezclado con el asesinato de un fiel servidor: sobre ese estercolero se yergue la flor deslumbrante de pureza, la Virgen María, de quien debía nacer Jesucristo.
Desde la primera página de su Evangelio, Mateo, el publicano arrepentido, pone su mirada tranquila y lúcida de contable en la basura humana.
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Para leer el artículo completo haga clik sobre la imagen de la genealogía de Nuestro Señor.
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