por Natalia López Moratalla
Cuando unas normas jurídicas pretenden obligar al profesional sanitario a realizar una determinada intervención (aborto, asistir a un suicidio, diagnóstico prenatal con fines eugenésicos...), se apela en muchos casos a la objeción de conciencia. Pero antes de plantear la regulación de este derecho, hay que preguntarse si no existe frente a estas normas conflictivas una «objeción de ciencia», basada en estrictos criterios médicos.
Una normativa que plantea al profesional un conflicto entre el deber de cumplirla y el deber de seguir su conciencia, tiene que ser revisada en sí misma, antes que tratar simplemente de regular el derecho a ejercer objeción de conciencia. Aquí entra en juego el deber que tiene todo profesional competente de dar las «razones de ciencia» que tiene para oponerse a cumplir la norma, sea cual sea su ideología y religión.
El aborto no es un acto médico. Es un hecho que los poderes públicos no han exigido el cumplimiento de la legislación sobre el aborto, al permitir que se haya realizado impunemente fuera de los supuestos despenalizados.
La solución jurídica no puede consistir en imponer un registro del personal sanitario de objetores de conciencia al aborto, y de esta forma poder cerrar puertas por sus convicciones al profesional que se niega a realizar tal prestación en un centro sanitario público.
La razón esencial que justifica la oposición del personal sanitario al aborto es que participar en la destrucción de la vida de un feto humano no es un acto médico.
Hace 23 años se podía pensar que tal vez, y en determinadas condiciones, un embarazo ponía de hecho en peligro la vida de una mujer y su salud física. Hoy no hay que recurrir al aborto para tratar las dolencias de la mujer embarazada. Hace 23 años se podía ignorar el peligro que el aborto supone para la salud mental de una mujer; hoy se sabe que el embarazo no genera un problema de salud psíquica en la gestante, mientras que su voluntaria interrupción ha creado ya un aumento espectacular del Síndrome Post Trauma, de graves consecuencias. Ya sólo el conocimiento del riesgo para salud mental de la madre es de por sí suficiente para justificar la objeción de ciencia del profesional sanitario al aborto.
El presupuesto incuestionable de que lo que le corresponde al médico es curar, y paliar lo que no pueda curar, hace que la eutanasia no pueda formar parte de las prestaciones exigibles al profesional sanitario. Es más, de hecho esta acción es un delito tipificado en el Código Penal (art. 143.4) como «delito de auxilio o colaboración en la muerte de otro». Nadie puede ser obligado a realizar un delito. La medicina del final de la vida se eleva entre dos fosos delictivos: la eutanasia directa, tanto por acción que cause la muerte como por omisión o interrupción deliberada de un tratamiento curativo necesario para la supervivencia del paciente; y el encarnizamiento terapéutico que lleva a aplicar tratamientos ya inútiles para la curación del paciente, tanto si son sencillos como sofisticados. La cuestión es si son útiles o son inútiles para curar.
En estos y en otros casos donde hoy se quiere convertir al profesional en ejecutor de prácticas no justificadas por razones sanitarias, es la ciencia médica la que eleva su objeción frente a una imposición ideológica.
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