por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val
PÍO X Y SU PRIMERA RECEPCIÓN DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
Casi inmediatamente después de su elección, el Santo Padre debía recibir al Cuerpo Diplomático. El Decano, señor D'Antas, Embajador portugués, fue el encargado de solicitar la audiencia. Dado el excesivo calor, y con objeto de evitar a Su Santidad un cansancio innecesario, satisfaciendo al miemo tiempo la conveniencia de los representantes diplomáticos, deseosos de abandonar Roma y comenzar su acostumbrado descanso, se decidió organizar una recepción colectiva. El señor D'Antas se comprometió a representar a sus colegas dirigiendo unas palabras de homenaje al Santo Padre en nombre de sus respectivos Soberanos y Gobiernos. Fue, pues, fijada la audiencia para el 6 de agosto.
Aquella mañana, a las once, empezaron a llegar al Vaticano embajadores y ministros en uniforme de gala, acompañados de su personal de secretarios y agregados. Uno de estos últimos me confesaba más tarde que, a medida que subían la escalera por grupos, expresaban muchos de ellos la curiosidad que sentían por ver la manera con que serían recibidos por el nuevo Pontífice. La empresa constituiría, sin duda, una dura prueba para éste —decía—; se mostraría turbado no estando acostumbrado a desenvolverse en ceremonias de corte. Contrariamente a su ilustre predecesor, León XIII, el nuevo Pontífice era de origen humilde, y los informes que de el se conocían le retrataban preeminentemente como un cura rural. El pronóstico trajo a mi memoria las palabras de Natanael: "Pero ¿es que de Nazareth puede salir algo bueno?" Felipe le dijo: "Ven y ve."
No estuve presente a la recepción, pues yo no tenía puesto en la misma. Me encontraba trabajando en la Sala Borgia, cuando entró mi capellán a decirme era intención del Cuerpo Diplomático hacerme una visita como Pro-Secretario de Estado, inmediatamente después de la audiencia con Su Santidad. Las amplias habitaciones Borgia eran suficientes y capaces para albergar, incluso, a mayor número de personas, y rápidamente pude prepararlas para recibir a mis visitantes. Todos llegaron, poco después, con sus brillantes atuendos. Los Enviados se sentaron en semicírculo, con sus secretarios, en pie, detrás de ellos. Después de un intercambio de frases de mutuo saludo, se hizo un gran silencio y pude observar que todos tenían la expresión un tanto seria. La conversación se abría camino laboriosamente. Les pregunté si estaban satisfechos de la audiencia, si les había dirigido la palabra Su Santidad y otras minucias semejantes. Las respuestas me llegaban casi en monosílabos. Sí, se hallaban muy satisfechos. El Santo Padre les había honrado con unas breves palabras, les había recibido con la mayor cordialidad, etc., etc.
Volvió a reinar el silencio, y comencé a sentirme un poco incómodo. Me preguntaba a mí mismo lo que habría sucedido arriba; si habría habido algún roce desagradable o alguna equivocación lamentable; ¿cuál podría ser, si no, la causa de aquel malestar evidente y de aquella grave actitud. Bruscamente, el representante de Prusia se decidió a hablar claro: "Monseñor —exclamó—, díganos, ¿qué tiene este hombre que tanto nos atrae?" "Sí, sí, díganoslo", repitieron los demás como un eco.
Un poco sorprendido, les pregunté si había sucedido algo fuera de lo común durante la audiencia y en qué razón se fundaban para dirigirme tal pregunta. No, nada excepcional había pasado. Su Santidad —me dijeron— no les había entretenido mucho tiempo, y, al terminar su breve alocución, contestando al discurso del Decano, el Santo Padre se había dirigido personalmente a saludar a cada uno de ellos, retirándose después, pero dejándoles sous le charme de sa personalité (bajo el encanto de su personalidad). Todo lo que pude observarles fue que yo mismo había visto por primera vez a Su Santidad muy pocos días antes, y había quedado igualmente impresionado por su carácter y el encanto de su personalidad. No les ofrecí ninguna otra explicación. Pero cuando los visitantes se habían marchado, sus palabras continuaban presentes en mi mente; y a la pregunta de: "¿Por qué nos atrae de ese modo?", me parecía escuchar la respuesta: "Porque es un hombre de Dios."
Lejos de disminuir, este sentimiento de honda veneración y estima hacia Pío X fue acrecentándose, a medida que transcurría el tiempo, entre los miembros del Cuerpo Diplomático. Y esta sensación no se limitaba a los representantes católicos. Era igualmente compartida, y con gran intensidad, por lodos los demás. Hasta en aquellos momentos en que surgieran serias divergencias y conflictos entre la Santa Sede y sus Gobiernos, estuvo siempre patente la consideración especial y la reverencia de los diplomáticos experimentaban personalmente por el Santo Padre. Les inspiraba, invariablemente, en toda ocasión gran confianza, y ellos, a a su vez, dieron constantes muestras de la que depositaban en su no fingida sinceridad y en la elevación y pureza de sus miras. Comprendían perfectamente que cuando actuaba con energía en nombre de la Iglesia, y aun cuando mostraba severidad en las medidas que adoptaba en defensa de sus derechos, lo hacía sin amargura y guiado tan sólo por la íntima convicción de su enorme responsabilidad.
Esto se demostró de modo muy especial al tiempo de su muerte, y creo que, muy raras veces, el fallecimiento de un Pontífice produjo dolor tan verdadero e impresión tan profunda de pérdida personal entre los miembros del Cuerpo Diplomático como en aquella ocasión Pude observar a más de uno conmovido hasta las lágrimas, y recuerdo exactamente cómo un representante no católico, hablando del Santo Padre en la mañana siguiente a su muerte, al expresar su condolencia, salía diciendo que pensaba solicitar de su Gobierno el traslado a otro puesto, ya que cualquiera que fuere el nuevo Pontífice elegido, Roma no volvería a ser para él la misma que había sido con Pío X.
Aquel mismo día, otro de los plenipotenciarios, refiriéndose a la situación agitada de Europa y al estallido de la gran guerra, exclamó en m presencia: "El último destello y esperanza de paz se ha extinguido con la desaparición de Pío X, ya no nos rodean si no tinieblas por todas partes." "Hemos tenido nuestros desacuerdos y momentos difíciles bajo el Pontífice fallecido —decía uno de los representantes no católicos—; pero siempre podía uno darse perfecta cuenta de los elevados propósitos de Su Santidad, de su apreciación de las dificultades de la otra parte y de la rectitud de sus intenciones."
PÍO X Y SU PRIMERA RECEPCIÓN DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
Casi inmediatamente después de su elección, el Santo Padre debía recibir al Cuerpo Diplomático. El Decano, señor D'Antas, Embajador portugués, fue el encargado de solicitar la audiencia. Dado el excesivo calor, y con objeto de evitar a Su Santidad un cansancio innecesario, satisfaciendo al miemo tiempo la conveniencia de los representantes diplomáticos, deseosos de abandonar Roma y comenzar su acostumbrado descanso, se decidió organizar una recepción colectiva. El señor D'Antas se comprometió a representar a sus colegas dirigiendo unas palabras de homenaje al Santo Padre en nombre de sus respectivos Soberanos y Gobiernos. Fue, pues, fijada la audiencia para el 6 de agosto.
Aquella mañana, a las once, empezaron a llegar al Vaticano embajadores y ministros en uniforme de gala, acompañados de su personal de secretarios y agregados. Uno de estos últimos me confesaba más tarde que, a medida que subían la escalera por grupos, expresaban muchos de ellos la curiosidad que sentían por ver la manera con que serían recibidos por el nuevo Pontífice. La empresa constituiría, sin duda, una dura prueba para éste —decía—; se mostraría turbado no estando acostumbrado a desenvolverse en ceremonias de corte. Contrariamente a su ilustre predecesor, León XIII, el nuevo Pontífice era de origen humilde, y los informes que de el se conocían le retrataban preeminentemente como un cura rural. El pronóstico trajo a mi memoria las palabras de Natanael: "Pero ¿es que de Nazareth puede salir algo bueno?" Felipe le dijo: "Ven y ve."
No estuve presente a la recepción, pues yo no tenía puesto en la misma. Me encontraba trabajando en la Sala Borgia, cuando entró mi capellán a decirme era intención del Cuerpo Diplomático hacerme una visita como Pro-Secretario de Estado, inmediatamente después de la audiencia con Su Santidad. Las amplias habitaciones Borgia eran suficientes y capaces para albergar, incluso, a mayor número de personas, y rápidamente pude prepararlas para recibir a mis visitantes. Todos llegaron, poco después, con sus brillantes atuendos. Los Enviados se sentaron en semicírculo, con sus secretarios, en pie, detrás de ellos. Después de un intercambio de frases de mutuo saludo, se hizo un gran silencio y pude observar que todos tenían la expresión un tanto seria. La conversación se abría camino laboriosamente. Les pregunté si estaban satisfechos de la audiencia, si les había dirigido la palabra Su Santidad y otras minucias semejantes. Las respuestas me llegaban casi en monosílabos. Sí, se hallaban muy satisfechos. El Santo Padre les había honrado con unas breves palabras, les había recibido con la mayor cordialidad, etc., etc.
Volvió a reinar el silencio, y comencé a sentirme un poco incómodo. Me preguntaba a mí mismo lo que habría sucedido arriba; si habría habido algún roce desagradable o alguna equivocación lamentable; ¿cuál podría ser, si no, la causa de aquel malestar evidente y de aquella grave actitud. Bruscamente, el representante de Prusia se decidió a hablar claro: "Monseñor —exclamó—, díganos, ¿qué tiene este hombre que tanto nos atrae?" "Sí, sí, díganoslo", repitieron los demás como un eco.
Un poco sorprendido, les pregunté si había sucedido algo fuera de lo común durante la audiencia y en qué razón se fundaban para dirigirme tal pregunta. No, nada excepcional había pasado. Su Santidad —me dijeron— no les había entretenido mucho tiempo, y, al terminar su breve alocución, contestando al discurso del Decano, el Santo Padre se había dirigido personalmente a saludar a cada uno de ellos, retirándose después, pero dejándoles sous le charme de sa personalité (bajo el encanto de su personalidad). Todo lo que pude observarles fue que yo mismo había visto por primera vez a Su Santidad muy pocos días antes, y había quedado igualmente impresionado por su carácter y el encanto de su personalidad. No les ofrecí ninguna otra explicación. Pero cuando los visitantes se habían marchado, sus palabras continuaban presentes en mi mente; y a la pregunta de: "¿Por qué nos atrae de ese modo?", me parecía escuchar la respuesta: "Porque es un hombre de Dios."
Lejos de disminuir, este sentimiento de honda veneración y estima hacia Pío X fue acrecentándose, a medida que transcurría el tiempo, entre los miembros del Cuerpo Diplomático. Y esta sensación no se limitaba a los representantes católicos. Era igualmente compartida, y con gran intensidad, por lodos los demás. Hasta en aquellos momentos en que surgieran serias divergencias y conflictos entre la Santa Sede y sus Gobiernos, estuvo siempre patente la consideración especial y la reverencia de los diplomáticos experimentaban personalmente por el Santo Padre. Les inspiraba, invariablemente, en toda ocasión gran confianza, y ellos, a a su vez, dieron constantes muestras de la que depositaban en su no fingida sinceridad y en la elevación y pureza de sus miras. Comprendían perfectamente que cuando actuaba con energía en nombre de la Iglesia, y aun cuando mostraba severidad en las medidas que adoptaba en defensa de sus derechos, lo hacía sin amargura y guiado tan sólo por la íntima convicción de su enorme responsabilidad.
Esto se demostró de modo muy especial al tiempo de su muerte, y creo que, muy raras veces, el fallecimiento de un Pontífice produjo dolor tan verdadero e impresión tan profunda de pérdida personal entre los miembros del Cuerpo Diplomático como en aquella ocasión Pude observar a más de uno conmovido hasta las lágrimas, y recuerdo exactamente cómo un representante no católico, hablando del Santo Padre en la mañana siguiente a su muerte, al expresar su condolencia, salía diciendo que pensaba solicitar de su Gobierno el traslado a otro puesto, ya que cualquiera que fuere el nuevo Pontífice elegido, Roma no volvería a ser para él la misma que había sido con Pío X.
Aquel mismo día, otro de los plenipotenciarios, refiriéndose a la situación agitada de Europa y al estallido de la gran guerra, exclamó en m presencia: "El último destello y esperanza de paz se ha extinguido con la desaparición de Pío X, ya no nos rodean si no tinieblas por todas partes." "Hemos tenido nuestros desacuerdos y momentos difíciles bajo el Pontífice fallecido —decía uno de los representantes no católicos—; pero siempre podía uno darse perfecta cuenta de los elevados propósitos de Su Santidad, de su apreciación de las dificultades de la otra parte y de la rectitud de sus intenciones."
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