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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

25 de octubre de 2008

El Papa San Pío X: Memorias (4)


por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val



PÍO X Y SU PRIMERA RECEPCIÓN DEL CUERPO DIPLOMÁTICO




Casi inmediatamente después de su elección, el Santo Pa­dre debía recibir al Cuerpo Diplomático. El Decano, señor D'Antas, Embajador portugués, fue el encargado de solicitar la audiencia. Dado el excesivo calor, y con objeto de evitar a Su Santidad un cansancio innecesario, satisfaciendo al miemo tiempo la conveniencia de los representantes diplomáti­cos, deseosos de abandonar Roma y comenzar su acostum­brado descanso, se decidió organizar una recepción colectiva. El señor D'Antas se comprometió a representar a sus colegas dirigiendo unas palabras de homenaje al Santo Padre en nombre de sus respectivos Soberanos y Gobiernos. Fue, pues, fijada la audiencia para el 6 de agosto.

Aquella mañana, a las once, empezaron a llegar al Vatica­no embajadores y ministros en uniforme de gala, acompaña­dos de su personal de secretarios y agregados. Uno de estos últimos me confesaba más tarde que, a medida que subían la escalera por grupos, expresaban muchos de ellos la curiosi­dad que sentían por ver la manera con que serían recibidos por el nuevo Pontífice. La empresa constituiría, sin duda, una dura prueba para éste —decía—; se mostraría turbado no es­tando acostumbrado a desenvolverse en ceremonias de corte. Contrariamente a su ilustre predecesor, León XIII, el nuevo Pontífice era de origen humilde, y los informes que de el se conocían le retrataban preeminentemente como un cura ru­ral. El pronóstico trajo a mi memoria las palabras de Natanael: "Pero ¿es que de Nazareth puede salir algo bueno?" Felipe le dijo: "Ven y ve."

No estuve presente a la recepción, pues yo no tenía puesto en la misma. Me encontraba trabajando en la Sala Borgia, cuando entró mi capellán a decirme era intención del Cuerpo Diplomático hacerme una visita como Pro-Secretario de Esta­do, inmediatamente después de la audiencia con Su Santi­dad. Las amplias habitaciones Borgia eran suficientes y capa­ces para albergar, incluso, a mayor número de personas, y rápidamente pude prepararlas para recibir a mis visitantes. Todos llegaron, poco después, con sus brillantes atuendos. Los Enviados se sentaron en semicírculo, con sus secretarios, en pie, detrás de ellos. Después de un intercambio de frases de mutuo saludo, se hizo un gran silencio y pude observar que todos tenían la expresión un tanto seria. La conversación se abría camino laboriosamente. Les pregunté si estaban satisfechos de la au­diencia, si les había dirigido la palabra Su Santidad y otras minucias semejantes. Las respuestas me llegaban casi en monosílabos. Sí, se hallaban muy satisfechos. El Santo Padre les había honrado con unas breves palabras, les había recibi­do con la mayor cordialidad, etc., etc.

Volvió a reinar el silencio, y comencé a sentirme un poco incómodo. Me preguntaba a mí mismo lo que habría sucedi­do arriba; si habría habido algún roce desagradable o alguna equivocación lamentable; ¿cuál podría ser, si no, la causa de aquel malestar evidente y de aquella grave actitud. Bruscamente, el representante de Prusia se decidió a hablar claro: "Monseñor —exclamó—, díganos, ¿qué tiene este hombre que tanto nos atrae?" "Sí, sí, díganoslo", repitieron los demás como un eco.

Un poco sorprendido, les pregunté si había sucedido algo fuera de lo común durante la audiencia y en qué razón se fundaban para dirigirme tal pregunta. No, nada excepcional había pasado. Su Santidad —me dijeron— no les había entre­tenido mucho tiempo, y, al terminar su breve alocución, con­testando al discurso del Decano, el Santo Padre se había diri­gido personalmente a saludar a cada uno de ellos, retirándo­se después, pero dejándoles sous le charme de sa personalité (bajo el encanto de su personalidad). Todo lo que pude obser­varles fue que yo mismo había visto por primera vez a Su Santidad muy pocos días antes, y había quedado igualmente impresionado por su carácter y el encanto de su personali­dad. No les ofrecí ninguna otra explicación. Pero cuando los visitantes se habían marchado, sus pala­bras continuaban presentes en mi mente; y a la pregunta de: "¿Por qué nos atrae de ese modo?", me parecía escuchar la respuesta: "Porque es un hombre de Dios."

Lejos de disminuir, este sentimiento de honda veneración y estima hacia Pío X fue acrecentándose, a medida que transcurría el tiempo, entre los miembros del Cuerpo Diplomático. Y esta sensación no se limitaba a los representantes católicos. Era igualmente compartida, y con gran intensidad, por lodos los demás. Hasta en aquellos momentos en que surgieran serias divergencias y conflictos entre la Santa Sede y sus Gobiernos, estu­vo siempre patente la consideración especial y la reverencia de los diplomáticos experimentaban personalmente por el Santo Padre. Les inspiraba, invariablemente, en toda ocasión gran confianza, y ellos, a a su vez, dieron constantes muestras de la que depositaban en su no fingida sinceridad y en la elevación y pureza de sus miras. Comprendían perfectamen­te que cuando actuaba con energía en nombre de la Iglesia, y aun cuando mostraba severidad en las medidas que adoptaba en defensa de sus derechos, lo hacía sin amargura y guiado tan sólo por la íntima convicción de su enorme responsabilidad.

Esto se demostró de modo muy especial al tiempo de su muerte, y creo que, muy raras veces, el fallecimiento de un Pontífice produjo dolor tan verdadero e impresión tan pro­funda de pérdida personal entre los miembros del Cuerpo Diplomático como en aquella ocasión Pude observar a más de uno conmovido hasta las lágrimas, y recuerdo exactamen­te cómo un representante no católico, hablando del Santo Padre en la mañana siguiente a su muerte, al expresar su condolencia, salía diciendo que pensaba solicitar de su Go­bierno el traslado a otro puesto, ya que cualquiera que fuere el nuevo Pontífice elegido, Roma no volvería a ser para él la misma que había sido con Pío X.

Aquel mismo día, otro de los plenipotenciarios, refirién­dose a la situación agitada de Europa y al estallido de la gran guerra, exclamó en m presencia: "El último destello y espe­ranza de paz se ha extinguido con la desaparición de Pío X, ya no nos rodean si no tinieblas por todas partes." "Hemos tenido nuestros desacuerdos y momentos difíciles bajo el Pon­tífice fallecido —decía uno de los representantes no católi­cos—; pero siempre podía uno darse perfecta cuenta de los elevados propósitos de Su Santidad, de su apreciación de las dificultades de la otra parte y de la rectitud de sus intenciones."

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