por José Antonio Primo de Rivera
El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí mismo. El Estado liberal permite que todo se ponga en duda, incluso la conveniencia de que él mismo exista.Para el gobernante liberal, tan lícita es la doctrina de que el Estado debe ser sustituido. Es decir, que puesto a la cabeza de un Estado hecho, no cree ni siquiera en la bondad, en la justicia, en la conveniencia del Estado ese.
Tal un capitán de navío que no estuviera seguro de si es mejor la arribada ó el naufragio.
La actitud liberal es una manera de tomar a broma el propio destino; con ello es lícito encaramarse a los puestos de mando sin creer siquiera en que debe haber puesto de mando ni sentir que obliguen a nada, ni aun a defenderlos.Sólo hay una limitación: la Ley. Eso sí; puede intentarse la destrucción de todo lo existente, pero sin salirse de las formas legales.
Ahora que, ¿qué es la Ley? Tampoco ningún concepto referido a principios constantes. La Ley es la expresión de la voluntad soberana del pueblo; prácticamente, de la mayoría electoral.
De ahí dos notas:Primera. La Ley –el Derecho– no se justifica para el liberalismo por su fin, sino por su origen. Las escuelas que persiguen como meta permanente el bien público consideran buena ley la que se pone al servicio de tal fin, y mala ley, la promulgue quien la promulgue, la que se aparta de tal fin. La escuela democrática –ya la democracia es la forma en que se siente mejor expresado el pensamiento liberal– estima que una Ley es buena y legítima si ha logrado la aquiescencia de la mayoría de los sufragios, así contenga en sus preceptos las atrocidades mayores.
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