por Juan Manuel de Prada
Vivimos una época extraña. El hombre de nuestro tiempo lee, por ejemplo, el pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces y sonríe con suficiencia; pero a continuación coge sus ahorrillos y los pone en manos de un agente de bolsa que le ha prometido devolvérselos en unos pocos meses convertidos en una suma fastuosa. Para refutar el milagro del Evangelio, el hombre de nuestro tiempo argumentará empleando las leyes de la ciencia empírica; para aceptar que sus ahorrillos le depararán una fortuna, recurrirá a abstrusas leyes bursátiles de dudoso cumplimiento.
Lo cual nos confirma que los incrédulos suelen ser, precisamente, las personas que más denodadamente creen en aquellas cosas que el sentido común juzga increíbles. La experiencia nos demuestra que a una generación de escépticos suele suceder una generación de místicos. La nuestra, sin duda, se trata de una generación de escépticos que miran al místico con una suerte de compasiva arrogancia, como si de un pobre diablo se tratase. Y uno estaría dispuesto a dejarse tratar de pobre diablo si los escépticos fueran coherentes con su escepticismo; pero, a poco que uno rasca, descubre que la incredulidad del escéptico sólo atañe a determinados asuntos.
El mismo incrédulo que se carcajea de los enfermos que se confían a la intercesión de un santo está convencido de que vivirá más de cien años, gracias a no sé qué avances de la ingeniería genética que hasta la fecha sólo se han verificado en el ámbito especulativo. El mismo incrédulo que se burla de la existencia de un cielo donde los justos se están quietecitos, contemplando el rostro de Dios, cree a pies juntillas en la existencia de espectros viajeros que acuden a la llamada de un espiritista.
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