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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

29 de enero de 2009

30 de Enero, Festividad de Santa Martina, Virgen y Mártir








Tomado del Santoral del R.P. Juan Croisset, S.J.






ació Santa Martina en Roma, de padres tan distinguidos y tan calificados, que su padre fue tres veces cónsul, hacia el principio del siglo II. Eran cristianos, y así criaron á la niña con el mayor cui­dado en la piedad cristiana.

Desde sus más tiernos años hizo tantos progresos en la virtud, que fue ejemplar y aun confusión de muchos fieles adultos. Penetrada de las verdades de nuestra religión y favo­recida de dones celestiales, sólo se ocupaba en obras de caridad, pasando los días en la oración y el retiro. Estaba como escondida dentro de su propia virtud; y al paso que iba creciendo en edad, se iba también adelantando en espíritu.

Imperaba á la sazón Alejandro Severo, que, aunque se mostró benigno con los cristianos, no por eso dejó de haber muchos mártires, entre los cuales fue uno nuestra Martina. Es verosímil que la persecución fuese obra de los ministros del emperador, cubriéndose con las leyes del imperio y con los decretos de los emperadores que no estaban revocados. Habiendo llegado á noticia de los magistrados que Martina era cristiana, la mandaron comparecer para que diese cuenta de la reli­gión que profesaba. Compareció la santa doncella con modestia tan noble y tan cristiana, que los jueces no pudieron menos de mirarla con respeto, y aun con veneración. La preguntaron luego si era verdad que fuese cristiana. Ten­go la dicha de serlo, respondió la Santa con tono firme, y me hacen mucha lástima los que no logran la misma dicha que yo. ¿Es posible, re­plicó uno de los jue­ces, que una donce­lla de tu entendi­miento y de tu espí­ritu, tan rica y tan hermosa como tú, haya dado en las fantasías y supers­ticiones de los cris­tianos? Deja de re­conocer por Dios á un hombre que por sus delitos fue cru­cificado, y ven al templo del grande Apolo á ofrecerle sacrificio. Este dios, á quien profesa singular devoción nuestro emperador Augusto, derramará sobre ti á manos llenas beneficios y favores, luego que le rindas aquella veneración y aquel culto que por tantos títulos le son debidos. : "Como no reconozco otro Dios más que el único á quien adoro, replicó Martina, tampoco debo rendir á otro veneración ni culto. Mi mayor nobleza y prenda mayor de que me precio es ser cris­tiana; teniendo también por la mayor de todas las felicidades el derramar toda mi sangre y ofrecer mi vida en defensa de mi reli­gión. Admiróme, ciertamente, que unos hombres como vosotros, entendidos, discretos y capaces, tengáis por Dios á una estatua de mármol ó de bronce, fabricada á golpes de martillo por un artífice que vale mucho más que ella. Y, en fin, para que conozcáis por vuestra propia experiencia qué ridículas son esas divinidades quiméricas á quienes dedicáis vuestros cultos, llevadme, si gustáis, al templo de vuestro Apolo, y veréis cómo reduzco á polvo á esa men­tida deidad en vuestra misma presencia."

Irritados los jueces al oír respuesta tan generosa y tan noble, mandaron que fuese conducida al templo de Apolo, para ofrecer sa­crificio; y, caso de resistirse á obedecer, que sin remisión alguna fuese atormentada con los mayores suplicios. Apenas descubrió la Santa el templo, levantó los ojos y las manos al Cielo é hizo esta devota oración: «Dios y Salvador mío, que sa­casteis de la nada todas las criaturas, y que todas las reducís á la nada cuando es vuestra voluntad, dignaos de oír la oración de esta humilde sierva vuestra, y haced ver á este ciego pueblo que sólo Vos merecéis nuestra adoración y nuestro culto, y que los ídolos suyos, que son obra de sus manos, son indignos de la menor vene­ración ».

Apenas acabó la Santa de pronunciar estas palabras, cuando se sintió un espantoso terremoto, que llenó de terror á todos: una parte del templo se desplomó, y la estatua de Apolo quedó hecha mil pedazos. Se oyó la voz del demonio que residía en aquel ídolo, y dijo en tono formidable: «¡Oh Martina, sierva del verdadero Dios, tú me arrojas de mi casa, donde vivía tantos años ha, y es preciso ce­der á la omnipotencia de tu Dios, que va á llenar de calamidades á este imperio».

Fueron testigos de este suceso la mayor parte de los ministros del emperador; y temiendo el furor del pueblo, que atribuía los mila­gros de los cristianos á magia y encantamiento, mandaron que, sin respeto á la calidad ni á la tierna edad de Martina, fuese apaleada con gruesas varas nudosas, y fuese arañado su rostro con uñas aceradas. Durante este horrible suplicio estaba la santa doncella bendi­ciendo á Nuestro Señor Jesucristo, y dándole gracias por la merced que la hacía de padecer algo por su santo Nombre y por su gloria. La consoló el Señor y la alentó con una luz celestial, asegurándola que triunfaría de todos sus tormentos. Viendo los verdugos todas estas maravillas, de repente dejaron de atormentarla, y, arroján­dose á sus pies, declararon altamente que eran cristianos, y supli­caron á la Santa que los alcanzase del Señor la gracia del martirio. Fueron oídos prontamente, porque el juez les mandó cortar á todos las cabezas.

No cabía en sí de gozo Santa Martina al ver la victoria que su dulce Esposo Jesucristo acababa de conseguir de sus enemigos; y, como el tirano la instase para que ofreciese sacrificio y no se expu­siera á que se ejecutase con ella lo que acababa de ejecutar con los otros, le respondió la santa doncella, con cristiana intrepidez; que los tormentos más crueles eran para ella favores insignes y placeres exquisitos, y que, así, en vano se cansaba en tentar su fe y su cons­tancia. Enfurecido el tirano, mandó que la despedazasen de nuevo con garfios agudos, y que la llevasen arrastrando al templo de Diana; pero apenas apareció en él la Santa, cuando el demonio salió del templo haciendo un espantoso ruido, á que se siguió un rayo que redujo á ceniza la estatua de Diana.

No pudiendo el tirano sufrir la injuria que hacía á la religión del emperador aquella tierna doncella, mandó que fuese atormentada con crudelísimos suplicios. Empleóse el hierro y el fuego en martirizar á aquella cristiana heroína, que, en medio de los mayores tormentos, no cesaba de bendecir y de alabar al Señor; hasta que, cansado en fin el tirano, lleno de confusión por verse vencido de una tierna doncellita, la mandó cortar la cabeza, coronando de esta manera con tan glorioso martirio su fe y su vir­ginidad.

Fue siempre célebre en Roma la memoria de esta insigne Santa, en cuyo honor se edificó una capilla en el mismo lugar donde estaba sepultada, junto á la cárcel Mamertina, al pie del monte Capitolino. Pero lo que aumentó mucho más la celebridad de su culto fue la invención y la traslación de sus reliquias en el pontificado de Urba­no VIII. Se halló el sagrado cuerpo entre las ruinas de la primitiva iglesia el día 25 de Octubre del año de11634. Estaba cerrado en una caja ó ataúd de barro, la cual descansaba sobre una gran piedra, y todo dentro de un nicho ó de dos estrechas paredes, cubierto de tie­rra y de cascajo. La cabeza estaba separada en un plato ó bacía de cobre, toda desgastada y medio roída del orín, y daba indicios de ser cabeza de una doncellita de pocos años. Asistió á esta célebre traslación el papa Urbano VIII con gran número de cardenales, y desde entonces creció mucho la devoción á Santa Martina, así en Roma como en toda la Cristiandad.

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