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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

31 de enero de 2009

Los primeros guerreros de España (cuando aún no era España)




por Javier José Esparza


Entrevista y Capítulo 1 de su libro España épica. La gesta española II.

Editorial Altera




osé Javier Esparza acaba de publicar en Áltera España épica, un libro de divulgación histórica que prolonga, con nuevas historias y nuevos enfoques, el éxito de La gesta española. Como éste, también España épica se basa en los programas que el autor ha dedicado a la Historia de España en la cadena COPE. En sus páginas encontramos desde aquellos toros bravos que los celtíberos lanzaron contra los elefantes de Cartago hasta la conquista de Guinea por Iradier sin pegar ni un solo tiro, pasando por el taller de La Roldana o por la trágica aventura de los colonos del Estrecho de Magallanes. Más episodios fascinantes de la riquísima historia española.

¿En qué se diferencia esta España épica de su éxito anterior, La gesta española?

En realidad España épica es una prolongación del libro anterior. Por eso lo he subtitulado La gesta española, II. Como La gesta, también éste bebe en los programas que hemos dedicado a la Historia de España en “La Tarde con Cristina”, en la cadena COPE. Digamos que mientras La gesta española explicaba grandes momentos de la historia nacional, España épica desciende más al detalle de episodios concretos que, por su valor, describen toda una época. En ese sentido, en España épica hay más historias singulares, sin que deje de haber Historia general.

¿Sigue habiendo Historia de España por contar?
La Historia de España es una mina inagotable. En dos mil años hemos escrito, colectivamente hablando, una trayectoria impresionante. Por utilizar la fórmula de Luis Suárez, España es una de las cinco naciones decisivas para la Historia Universal, junto con Inglaterra, Francia, Italia y Alemania. Las personas que aparecen en España épica, ya sean navegantes o artistas, inventores o militares, encarnan una aventura colectiva extraordinaria.
Una aventura que usted escribe, según sus propias palabras, como una “historia de amor”.
Es que es muy fácil enamorarse de la Historia de España. Desde los toros bravos que los celtíberos lanzaron contra los elefantes de Cartago hasta la conquista de Guinea por Iradier sin pegar ni un solo tiro, pasando por el taller de La Roldana o por la trágica aventura de los colonos del Estrecho de Magallanes, la trayectoria histórica de los españoles es estremecedora, incluso cuando las cosas no salieron bien.
Usted insiste en comenzar la Historia de España desde Roma, incluso antes. ¿No es un anacronismo?
En términos políticos modernos, tal vez; en términos propiamente históricos, en absoluto. No habría habido una nación moderna si antes no hubiera existido una clara conciencia de pertenencia a una unidad política común que era la monarquía hispánica; no habría habido unificación peninsular con los Reyes Católicos si antes no hubiera existido una Reconquista, y ésta no habría tenido lugar si no le hubiera precedido una conciencia de comunidad en lo religioso, en lo cultural, que fue la que Roma hizo nacer en este suelo. Toda historia es un proceso dinámico; hay que contarla desde el principio.
También insiste en reivindicar la conquista de América.
Ah, sin duda alguna: es lo más grande que hemos hecho. Digo más: desde Roma, nunca nadie había hecho nada igual. Sobre todo porque la aventura americana no fue sólo una hazaña militar o una gran empresa económica, sino que, por encima de todas esas cosas, fue la creación de un mundo nuevo; un mundo donde se incorporó a las poblaciones autóctonas en vez de exterminarlas y que, acto seguido, pasó a formar parte de España exactamente igual que cualquier otra región peninsular. Por el camino, los españoles reflexionaron sobre los derechos humanos y adoptaron las primeras legislaciones contra la esclavitud y para la protección social. Son cosas que hoy casi todo el mundo ha olvidado, pero por eso hay que recordarlas.
Todo eso deriva de la evangelización que acompañó a la conquista. Hoy, a la luz de la polémica de los crucifijos, es imposible evitar la cuestión religiosa. En España épica hay un capítulo dedicado a la cristianización de España, y varios episodios dedicados a santos nacionales. ¿Es incomprensible España sin la religión católica?
Sí, es incomprensible. Así son las cosas. Ni la Reconquista, ni el Descubrimiento y evangelización de América, ni el Imperio, ni el Siglo de Oro, ni siquiera el levantamiento contra Napoleón hubieran existido si España no hubiera identificado su propia existencia histórica con la defensa de la Cruz. Entiendo que esto resulte molesto para quienes mantienen una visión aconfesional o laica de la nación española moderna. A éstos, yo les solicitaría con el mayor de los respetos que se esforzaran por adaptar sus convicciones a la realidad histórica; que busquen vías para armonizar la tradición histórica con la modernidad política. No es tan difícil. Así se salvaría la verdad histórica y también la identidad nacional. Por el contrario, lo que estamos viendo, y es una lástima, es una simple negación de la verdad histórica y de la propia identidad española, cuando no una burda falsificación de los hechos.
Entonces, ¿usted es partidario de los crucifijos?
Personalmente, sí. Entiendo, no obstante, que si un grupo mayoritario de padres de alumnos quiere prescindir de ellos en el colegio de sus hijos, lo haga. Ahora bien, me parece aterrador que una minoría imponga su criterio, como ha pasado en Valladolid, contra la decisión mayoritaria del consejo escolar, y que para ello haya apelado a los tribunales. Más grave aún: ese tribunal, para justificar una decisión que al fin y al cabo es política, se ha entregado a consideraciones paraconstitucionales perfectamente discutibles. En Italia, cuando se planteó esta misma cuestión, los tribunales dijeron que el crucifijo tenía un valor simbólico doble: por un lado, representa la identidad histórica nacional; por otro, encarna el universo de valores que la sociedad reconoce como propios. Es decir, allí la Justicia utilizó criterios históricos.
Eso ya se sale de lo religioso.
Claro. Cuando la izquierda española la emprende contra los crucifijos no está librando sólo una batalla religiosa, sino también una batalla ideológica: pretende acabar con cualquier vestigio de la idea tradicional de España. En definitiva, pretende abolir la Historia. El gran combate de hoy, en España, es éste: enfrentarse a un poder que detesta a España.
Quizá por eso se ha torpedeado desde el poder la conmemoración del 2 de mayo de 1808 y del levantamiento contra Napoleón.
A mí no me cabe duda de que ha sido exactamente por eso. El 2 de mayo representa todo lo que el actual poder más detesta: la religión, el patriotismo, la monarquía tradicional…
Eso dice usted en España épica: que el 2 de mayo no fue un levantamiento liberal.
Sí, pero no lo digo yo: lo dicen los propios protagonistas de aquel episodio y sus textos. Los españoles se levantaron por el rey, la religión y la patria. El liberalismo apareció después.
También dice usted otra cosa polémica: que las guerras de emancipación americanas no fueron un levantamiento de las jóvenes naciones hispanoamericanas contra la metrópoli opresora, sino, en realidad, una sucesión de guerras civiles entre clanes criollos enfrentados, pro españoles unos, independentistas los otros.
Así es. No se trata de una tesis novedosa. Entre nosotros la acaba de rescatar Pablo Victoria, por ejemplo, en Al oído del Rey. Y es la pura realidad histórica. Entiendo que esa tesis moleste a unas naciones que, con frecuencia, siguen buscando su identidad y necesitan legitimarse por oposición al antiguo dominador (¡todavía doscientos años después!), pero éstos son discursos elaborados a posteriori que tienen poco que ver con los hechos. La verdad es que tan argentinos, colombianos o mejicanos eran los que se levantaron contra España como los que siguieron fieles a la Corona.
Más puntos polémicos: usted defiende la Reconquista y niega la tolerancia del islam andalusí.
Una vez más, son los textos los que hablan. Al-Andalus jamás fue un paraíso de tolerancia, sino más bien al revés. Y por supuesto que defiendo la Reconquista: es otra de las grandes obras colectivas de los españoles, el único pueblo que ha logrado expulsar a los musulmanes de un territorio conquistado por éstos.
Con todas esas cosas, Cristina Almeida no tardará en proponer que le quemen a usted sus libros.
Será un honor verme llevado al cadalso por tan notable y tolerante dama.




AMOS a empezar por una historia de cuando España aún no era España, pero comenzaba a serlo; la gesta de unos hombres que hicieron frente al mayor poder de su época, Cartago. Esa gesta tiene nombres propios: Istolacio, Indortes, Orissón. Hubo un tiempo en que los niños españoles aprendían estos nombres. Hoy apenas nadie los recuerda, pero dejaron su huella, y no menor: fueron los primeros guerreros españoles que entraron en la Historia. Pagaron su arrojo con sangre, pero gracias a ellos la península ibérica no fue enteramente una colonia cartaginesa. En su gesta veremos cosas prodigiosas, como una carga de toros salvajes contra los elefantes de Cartago. Luego llegaría Roma y, con ella, la Hispania fundacional. Fueron precisamente los romanos quienes, al escribir la Historia, nos legaron la memoria de aquellos viejos antepasados: nuestros primeros guerreros.

Hemos de hacer un esfuerzo de imaginación para situarnos en el año 238 antes de Cristo. España no existe como tal: la península es un mosaico de reinos primitivos. Tribus celtas e iberas pueblan un territorio mal conocido. Sucesivos grupos indoeuropeos han venido entrando por el Pirineo desde muchos siglos atrás, ocupando tierras en Aragón, Navarra, las dos Castillas, el Cantábrico, Extremadura, el oeste andaluz, Portugal. Sabemos también que en todo el litoral mediterráneo y en el tercio oriental de la península se ha extendido la civilización de los iberos. Celtas e iberos entrarán en contacto; muchos celtas adoptarán las formas de la cultura ibérica y su alfabeto: ahí nacen los celtíberos. En el valle del Guadalquivir floreció un día el mundo de Tartessos, ya prácticamente extinguido ahora, en el año 238 a.C., cuando contamos nuestra historia. Aquella España era un como un campo sin sembrar: cualquier cosa era posible.

La ambición de Cartago

Debemos imaginar aquel mundo como un escenario semejante al de Conan el Bárbaro: pequeñas comunidades tratan de sobrevivir en condiciones muy duras. La vida raramente es pacífica. Lo será aún menos cuando aparezca en el horizonte un enemigo formidable: Cartago. No es la primera vez que asoman extranjeros: fenicios, griegos y cartagineses han fundado colonias comerciales en los puertos del Mediterráneo español. Pero lo de ahora es distinto. Los extranjeros, hasta este momento, se habían limitado a comerciar y no habían ido más allá de las franjas costeras. Por el contrario, estos nuevos visitantes tienen ambiciones más anchas. Se trata de un gran ejército. Lo manda Amílcar Barca, el dueño de Cartago. Su propósito es apoderarse de la península y construir un imperio. Estamos ante una gran invasión.

Pongámonos rápidamente en contexto. Dos potencias, Roma y Cartago, se disputan el Mediterráneo occidental. Roma todavía es una república de campesinos y soldados confinada en la península itálica. Por el contrario, Cartago —en lo que hoy es Túnez— es un vasto imperio comercial regido por una casta de latifundistas y mercaderes, y asentado sobre una red de fuertes bases marítimas. Al revés que los romanos, los cartagineses no tenían ejército propio: operaban con grandes contingentes mercenarios. Cuando llegó el primer choque con la pequeña Roma (la primera guerra púnica), el sistema cartaginés se vino abajo: la poderosa Cartago fue derrotada; desmantelada su flota, los cartagineses perdieron Sicilia, Córcega y Cerdeña. Los mercenarios, frustrados sin paga, se rebelaron y sitiaron Cartago. Los cartagineses, desesperados, acudieron a su rito predilecto: el sacrificio masivo de niños primogénitos al dios Moloch-Baal. Fue precisamente Amílcar quien sacó a los cartagineses del apuro. Cuando los mercenarios sublevados estaban a punto de asaltar Cartago, Amílcar aplastó la rebelión a sangre y fuego. La hazaña le convirtió en amo absoluto del mundo púnico. Reclutó un nuevo ejército y se propuso compensar las pérdidas con nuevos territorios. Cartago necesitaba más tierras, más puertos, más minas y, sobre todo, una buena base desde la que hostigar a Roma para vengar aquella derrota. ¿Cuál podía ser esa base?

Nuestra península.

Amílcar Barca desembarca en España con un gran ejército. Nadie es capaz de pararle. Primero ocupa todo el litoral mediterráneo. Luego cruza el Ebro hacia el norte. En tierra de los layetanos funda una ciudad a la que pone su nombre: si él es Barca, su ciudad será Barcino, hoy Barcelona. Dominada la costa, decide ocupar aquellas regiones del interior que sabe más desarrolladas, donde hay minas de metales y campos bien trabajados. Por eso el cartaginés va a poner sus ojos en la Turdetania, la Andalucía occidental, que era la región más avanzada de la península. Así lo decía el griego Estrabón:
Los turdetanos son considerados los más cultos de los iberos, ya que conocen la escritura y, según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y leyes en verso que ellos dicen de seis mil años de antigüedad.
Seis mil años, nada menos. Estrabón tal vez exageraba, pero algo de verdad había en tan remoto linaje turdetano. La Turdetania era la heredera de Tartessos, aquel enigmático emporio de riqueza que abrió la historia de España, entre influencias fenicias y griegas. Tartessos pereció hacia el siglo VI a.C., pero su herencia fue recogida, en el mismo valle del Guadalquivir, por un pueblo que mantuvo vivos muchos rasgos de aquella civilización: los turdetanos, precisamente. Organizados como conjunto de ciudades independientes, tenían una lengua propia, descendiente del idioma tartésico, y un alfabeto singular, distinto del ibérico. Conocían el arado y el trillo. Cultivaban la vid, el olivo, los cereales. Criaban bueyes, ovejas, caballos. Desarrollaron una notable industria de la lana. Trabajaban con intensidad la minería de la plata y el cobre, que explotaban en un conjunto de factorías situadas entre Cádiz, Huelva y Sevilla. Los turdetanos estaban acostumbrados a negociar con los cartagineses, como con los demás extranjeros que hasta entonces habían aparecido por allí, pero lo que ahora tienen que afrontar es una invasión en toda regla. Se saben inferiores al ejército de Amílcar, pero el deseo de independencia puede más. Resueltos a ofrecer resistencia, organizan a toda prisa un ejército con ayuda de las tribus celtíberas de Sierra Morena. Aquí es cuando aparece nuestro primer héroe, Istolacio. ¿Quién era? No lo sabemos a ciencia cierta. Para unos, era rey de alguna ciudad turdetana; para otros, un guerrero celta puesto al frente de aquellas improvisadas huestes. El hecho es que en este Istolacio, que comparece en la batalla junto a su hermano Indortes, recae la grave responsabilidad de frenar al mayor ejército que hasta entonces había penetrado en España.

El destino del guerrero

La historia sólo nos ha legado el final de la batalla: un desastre. Nada podía oponerse al ejército de Amílcar, con sus elefantes, sus máquinas de guerra y sus masas de caballos. Cartago aniquiló a los turdetanos y arrasó sus campos. La represalia sobre los vencidos fue feroz. Istolacio afrontó su suerte: Amílcar lo mandó torturar y crucificar. Aún cuatro siglos después, la memoria de su gesto perduraba. Un historiador romano, Dion Casio, lo contó así: Luchando Amílcar contra los íberos y los tartesios, con Istolacio, general de los celtas, y su hermano, dio muerte a todos, entre ellos a los dos hermanos, con otros sobresalientes jefes, y alistó a sus propias órdenes tres mil, que había apresado con vida.

Dion Casio dice que Amílcar mató a los dos, a Istolacio y a su hermano Indortes. Es verdad, pero no fue en el mismo acto. De hecho, aquí viene lo más estremecedor: a pesar de la severa derrota, aquella gente decidió seguir resistiendo. Indortes, que había escapado a la matanza, se retiró hacia el noroeste. Reunió a lusitanos y vetones, probablemente entre Cáceres y Salamanca. Pudo organizar un nuevo contingente y repitió la locura: hacer frente al ejército más poderoso de su tiempo. Amílcar volvió a ganar.

Indortes fue capturado y, como su hermano, torturado y crucificado. Pero el cartaginés se replanteó su ofensiva. No era posible seguir avanzando para encontrarse a cada paso con un ejército hostil. Así que cambió de planes y, en vez de internarse en la meseta, retornó al Mediterráneo, que consideraba territorio seguro. Sin embargo, allí le llegaría el primer gran descalabro.

Hemos de trasladarnos a algún lugar entre la costa valenciana y el interior de Aragón. Amílcar tiene sus bases en Acra Leuka, Alicante. Desde allí amenaza a todas las tribus celtíberas del interior. Un caudillo celtíbero, Orissón, siente su orgullo herido. No sabemos si Orissón había vivido los desastres de Istolacio e Indortes. Lo que nos consta es que reunió un fuerte ejército con los pueblos del área y que, sabedor de la potencia cartaginesa, trató de derrotar a Amílcar con una mezcla de astucia, bravura y sorpresa. Orissón se presentó en el campo cartaginés con un pequeño contingente, haciendo creer al enemigo que le estaba ofreciendo sus servicios como tropa mercenaria. Mientras tanto, los celtíberos disponían su fuerza con una singular vanguardia: toros bravos. Fue esa manada de toros bravos, con teas ardiendo en sus astas, la que embistió contra los elefantes de Cartago. Un clásico de nuestro siglo XIX, Modesto Lafuente, lo describió así: Notable y extraña fue la estratagema de que los españoles entonces se valieron. Delante de las filas colocaron gran número de carros tirados por bravos novillos, a cuyas astas ataron haces embreados de paja o leña. Encendiéronlos al comenzar la refriega, y furiosamente embravecidos los novillos con el fuego, metiéronse por las filas de los cartagineses que enfrente tenían, causando horrible espanto a los elefantes y caballos y desordenándolo todo. Cargan entonces los confederados sobre el enemigo, y aprovechando Orissón el momento oportuno, únese a los celtíberos y hace en los cartagineses horrible matanza y estrago. El ejército invencible de Amílcar se vio sorprendido por aquellos toros de fuego, que desordenaron sus filas; por los celtíberos que avanzaban tras los astados y, para colmo, por Orissón, que en el momento oportuno, y desde el propio campo cartaginés, cargó contra las tropas enemigas. Fue la primera derrota de Cartago en la península ibérica.

Dicen que la venganza de Amílcar fue terrible. Dicen que Orissón terminó cayendo en manos cartaginesas y que su suerte fue atroz. Son cosas que sólo podemos conjeturar a partir de la tradición, pues no hay constancia propiamente histórica de lo que pasó después. Lo que sí sabemos es que Amílcar vio frustrada por segunda vez su ambición de penetrar en el interior de la península ibérica. Aún lo intentaría una vez más, y en ese envite moriría: el gran jefe de Cartago perdió la vida en combate contra los celtíberos vetones. Le sustituiría su yerno Asdrúbal y, a la muerte de éste, el hijo de Amílcar, Aníbal. Pero eso ya es otra historia.

A nosotros lo que nos queda es el fragor de una manada de toros salvajes cargando contra los elefantes cartagineses y los tres nombres de aquellos primeros jefes guerreros: Istolacio, Indortes, Orissón… En adelante, su memoria será invocada cada vez que en estas tierras aparezca un invasor.

No merecen caer en el olvido.

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